Es una semilla de amapola, una pelota de golf, un melón, un bebé. Los hijos llegan y el foco que antes bailaba se centra en ellos sobre el escenario. Los amamantas, les cortas las uñas, los despiojas cuando lo marca la circular del colegio, les pones crema solar como si no hubiese mañana, los mides, los vacunas, vigilas constelaciones de lunares y petequias, los hidratas, les rascas la espalda, les curas las heridas y te indignas cada vez que un mosquito deja huella en sus brazos.
Al principio, sus cuerpos y el tuyo son casi uno, todo
piel y leche y sudor. No hay espacio para la grieta. Pero, poco después,
gatean, caminan, juegan entre las olas, escalan árboles, ruedan por el suelo,
matan hormigas con los dedos, y esos pies que cambian de talla en un pestañeo
se van tropezando por el pasillo con la obsesión del momento: coches, planetas,
dinosaurios, magnéticos, un balón de fútbol.
Sus cuerpos dejan de pertenecerte, quién sabe si es
algo que empieza a ocurrir desde que son esa semilla de amapola, cuando corren
más rápido que tú o en el instante en el que otras manos los descubren. Se
vuelven sólidos y ágiles; y las cicatrices de sus rodillas se convierten en
rutas desconocidas de un mapa que te va costando leer, porque ya no eres la
cartógrafa principal y trazan vías imprevistas.
Domingo. Entre arena y mar, se le enreda un alga en el
tobillo. El irrelevante detalle te desconcierta. Recuerdas que esas piernas
encajaban alrededor de tus caderas sin esfuerzo y que el otro día, cuando el
mayor se durmió en el coche, cogerlo en brazos y llevarlo a la cama se
convirtió en una tarea titánica al borde del fracaso.
Y así, kilo a kilo, centímetro a centímetro, cada día son menos tuyos y más de la vida.
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