Entrar al verano

Al cerrar puertas, el duelo no tiene que ver con perder a una persona, sino a la idea que teníamos de ella. Se recomienda masticar bien y tragar despacio, aunque el sabor sea amargo como un pomelo sin madurar, así se digiere mejor que alguien nunca existió. Son «gente efervescente» porque recuerdan a esas pastillas aparentemente sólidas hasta que las metes en un vaso de agua y empiezan a disolverse en un baile de burbujas. Y tú ahí, asistiendo al espectáculo desde el palco y aplaudiendo los giros de guion entre manidos diálogos. Al final, cuando se cierra el telón, solo queda el agua turbia que contemplas con decepción. Pero entonces ocurre una cosa curiosa: aparece la compasión. Es una compasión dulce. Qué culpa tendrá uno de ser como es o de vivir la vida que vive. No perdamos nunca la empatía. Ponernos en la piel del otro nos ayuda a entender y a ser mejores personas, lo segundo se nutre de lo primero.

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Esta frase de Six Feet Under que apunté hace meses mientras veíamos un capítulo de la primera temporada y que recuerdo cada dos por tres con un estremecimiento: «Estoy tan perdido dentro de mí. Ojalá pudiese salir. Pero no podré salir nunca».

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Olvídate de una pared blanca, un puñado de nubes algodonosas o las copas de los árboles: mirar el mar es lo más parecido que existe a contemplar la nada. Da la impresión de que las olas tumban los pensamientos, te limpian la cabeza como si alguien te frotase el cerebro con una esponja y jabón. Al verano hay que entrar sin lastre, esto es irrenunciable, porque entonces el agua es más azul y no te importa que la brisa te enrede el pelo, tampoco llenarte de arena hasta lugares insospechados o que se arruguen las páginas del libro que sostienes. El calor adormece, todo se torna ligero, vuelven los helados, ese primer trago de cerveza fría y las noches compartidas en el jardín mirando las estrellas. Pedirle más a la vida podría resultar ofensivo.

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«Estar» junto a otras personas es fácil. Casi como depositarte en un bote de la despensa, entre los macarrones y los fideos. Pero «ser» es mucho más complicado y está ligado a la esencia. Se parece más a elevarse despacio y permanecer flotando, como si se le declarase la guerra a la gravedad. Tiene que ver con asimilar los vacíos y los silencios, esos tan llenos que se desbordan en cascadas mudas. La mala noticia: para llegar ahí no existen desvíos, hay que mirarse al espejo desde todos los ángulos. ¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo enfrentarse a tantas cicatrices, tanta fragilidad, tanta culpa, tantos enredos, tanto ego, tanto miedo? Detestamos de los demás lo que tememos llevar dentro. El reflejo en los ojos del otro es molesto como un sarpullido; estar cerca de lo que criticamos y lejos de lo que alabamos. Necesitaríamos varios océanos para cubrir el abismo que existe entre la imagen que albergamos de nosotros mismos, aquello que decimos ser, y la dolorosa realidad, aquello que somos.

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Lo que no: ponerle aroma de trufa a cualquier cosa, dejar la caja en la despensa tras comerte la última galleta, la gente poco auténtica, las zapatillas estrechas, los pelos en la almohada, las sinopsis largas, la falsa modestia, que te llamen «cariño» o «guapa» o «cielo», la vacuidad, los cuentos infantiles con finales abruptos, las tartas de cumpleaños sin azúcar, la abundancia injustificada, los geranios, que todo esté destinado a crecer y crecer, la frivolidad del éxito social, las moscas y los mosquitos, las olivas sin hueso, salir con paraguas y que no llueva, los perfumes que ahogan, el mediodía, hablarles a los niños como si fuesen tontos, las personas que no saben estar en silencio, los libros que van de más a menos, la espuma en el café, el tictac.

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Hay novelas buenas, novelas buenísimas y novelas como Lo demás es aire, de Juan Gómez Bárcena. No me atrevería a recomendarla a la ligera porque no creo que sea para todo el mundo, pero si logras meterte entre sus páginas es un regalo digno de la mejor mañana de Navidad. «Qué locura», son las dos palabras que me repetía conforme leía y leía. La mayoría de los autores no podrían escribir un libro así ni en diez vidas. Es un trabajo de ingeniería que gira en torno a Toñanes, una aldea de Cantabria; viajamos hacia atrás y hacia delante, seguimos los pasos de las almas que duermen entre sus calles incluso antes de que fuesen calles, es invierno y es verano, es de día y es de noche, todo encaja a la perfección como si fuese el mecanismo de un reloj. Cuesta entrar y, luego, cuesta salir. Conforme se acerca el final te da igual lo que te esté contando, ya te has vuelto adicta al cómo y quieres más, así que intentas en vano dosificarlo hasta llegar a la última página. Después, el vacío. Solo te queda recomendarlo y recomendarlo.

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Una triste certeza: la ficción siempre es mejor que la realidad.

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Las redes sociales alimentan una agitación que se confunde con la impresión de estar cambiando las cosas. Pero el poder continúa quedando lejos. No está a un lado ni a otro, sino arriba o abajo. La llave para acceder a esos niveles sigue siendo la calle y no las pantallas. Tiene que ver con lo humano, con lo tangible, con el contacto. Pero ¿quién va a salir cuando nos hacen creer que basta expresar el malestar social a base de clics que caen en el olvido segundos después? Millones de tuits. La vía pública vacía.

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La memoria infinita es una maravillosa película documental que narra las vidas del periodista Augusto Góngora y de su mujer, Paulina Urrutia, actriz y política. El Alzheimer es el tercer protagonista que se cuela en el matrimonio. La cinta posee una sencillez que te atraviesa el alma y te impulsa a replantearte tu vida, que al final será memoria. Recordar es reescribir. Pero ¿qué ocurre cuando no tenemos acceso a la versión anterior de la versión de la versión? Sobrecoge ver a Augusto abrazado a sus libros mientras gimotea: «Mis libros eran tanto para mí. Mis libros son todo lo que yo tengo» Y ella responde: «Tú estás ahí, en cada uno de los libros». A lo que él contesta: «¿Y si alguien me saca del libro? Trabajé tanto para hacer estos libros…»

O este diálogo demoledor:
«Ya no soy…»
«Yo creo que sí que eres».

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En Madrid, en el Museo Sorolla, hay un banquito maravilloso que está cerca de la puerta donde se compran las entradas. Sentarse allí al acabar la visita es el punto final perfecto. Queda un poco escondido, y enfrente se abre un arco que enmarca la fuente y las flores entre pinceladas verdes por todas partes. Es un lugar fantástico para leer, observar y pensar. Conviene ir sola a estos sitios por una cuestión de ritmo (hay obras que son un vistazo rápido y otras que te retienen contra tu voluntad), y porque no hay quejas si vuelves atrás o te quedas embobada mirando los tarros de farmacia que el artista usaba para guardar sus pinceles. La ciudad, tan ruidosa y caótica y llena, murió durante aquellas horas entre cuadros y la conquista del banquito.

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