Lo que nos pertenece

La semana pasada quedé con una amiga para desayunar y, entre cafés y paseos por Madrid, le hablé de una idea a la que llevo tiempo dándole vueltas: lo extraordinario que es que un sentimiento nos pertenezca de una manera absoluta, casi pura, sin necesidad de que sea reciproco. Cuando comprendes que algo que sientes es tuyo y solo tuyo, qué o quién lo provoque se vuelve, en cierto modo, irrelevante. Se parece a mirar un cuadro. Estás tú, está el cuadro y está lo que el autor quiso expresar al pintarlo. Podemos mutilar el tercer punto y la escena seguiría teniendo sentido. Es inevitable: lo que la obra despierta en nosotros nos toca con más fuerza que lo que se deseó narrar con ella, aunque llegue a rozarse esa percepción. Esta amiga (cuyo blog os recomiendo), entendió al vuelo lo que quería decir y me contó que, cuando iba al instituto, le escribió nada menos que ciento cincuenta cartas al chico del que estaba enamorada. Él no leyó ninguna. Nunca supo que existían. Pero ella lo sintió todo, lo plasmó en el papel, lo observó desde distintos ángulos, lo disfrutó, lo sufrió y, al final, lo olvidó. Me hizo pensar en todo lo que permanece contenido dentro de nosotros, ya sea rabia, ya sea miedo, ya sea pasión, ya sea lo que sea, y en qué palabras le dedicaríamos a un amor, a una amiga o a un familiar si les escribiésemos cartas teniendo la certeza de que jamás las leerán y que, por lo tanto, no habrá una respuesta de vuelta. Podríamos ser brutalmente honestos, animales salvajes. La falta de receptor, no esperar nada, nos liberaría de cualquier duda o temor. En ese espacio propio, que me gusta imaginar como una especie de callejón estrecho y con encanto en la ciudad adoquinada que es la cabeza, podemos sentir y sentir hasta el hartazgo.

En la película Las chicas están bien, de Itsaso Arana, hay un diálogo espectacular. Tenéis la secuencia aquí, pero lo transcribo: «Que me gustas. Y que me gustas independientemente de que yo te guste a ti o no. O sea, que me gusta la idea de que existas en el mundo y creo que con eso debería valer. Me gustas como idea, me gustas como unidad. Y que no me vas a gustar menos si me rechazas (…) Me gusta no depender de tu mirada, porque yo ya estoy cansada de depender de la mirada de los demás y no me apetece más. Y, mira, ahora que lo estoy pensando, es que va a ser mejor si no te gusto, porque eso va a significar que el amor es completamente mío y no una respuesta a tu mirada. ¿Sabes qué pasa? Que durante mucho tiempo he preferido la literatura a la vida, la ficción a la vida, la fantasía a la vida (…) Corro en la dirección contraria a la realidad con una fuerza fascinante. Yo le huyo a la realidad como a la muerte».

Que algo nos pertenezca es permitirse ser. «El problema es que algunos sentimientos pinchan y acogerlos es doloroso, como abrazar a un cactus», escribí hace muchos años en un diario. No es agradable admitir que se detesta a alguien de la familia, que se desea a la persona incorrecta, que se envidia a una amiga. Duele. Pero también deberíamos hacer nuestro ese dolor, acunarlo para poder entenderlo hasta desenredarlo. Al fin y al cabo, ¿qué no duele en la vida? Recuerdo aquella vez que alguien me dijo con una abrumadora sinceridad: «A mí me duele todo, pero especialmente la felicidad, porque cuando estoy allá en lo alto sé que después viene la bajada».

El cuadro que miraría hoy con independencia de lo que nuestro amigo Monet quisiese expresar, pincel en mano, allá por 1873. Me quedaría horas delante de los campos de amapolas de Argenteuil, de las líneas curvas, de la luz, de esa sencillez.

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