Olió que había muerto. Lo olió.
El aire se volvió más denso tras el último aliento del abuelo, que era todo pelo entrecano, nariz bulbosa, bolsillos llenos de caramelos de limón. Junto a su cama, la niña contempló el cadáver a medio camino entre el asombro y el desconcierto. La tristeza aguardaba un poco más abajo, aún tardaría en subir al escenario. El abuelo, que era todo chistes malos y monedas que encontraba detrás de las orejas, tenía los ojos abiertos pero vacíos. Se fijó en las tres pecas que dormían en su brazo derecho, dos estaban muy juntas y la otra parecía querer huir de la piel. Tocó una con la punta del dedo. Estaba caliente. El abuelo, que era todo tomates del huerto y manos endurecidas y llenas de tierra. El silencio se rompió de golpe cuando entró la abuela en la habitación con el vaso de agua que había ido a buscar. El ruido del cristal. El líquido lamiendo las baldosas del suelo. La voz alzándose para llamar al resto de la familia que permanecía reunida en el salón a la espera del previsible desenlace tras la larga enfermedad. El llanto. Algún gemido quedo. Las voces apagadas que se entremezclaban. Una mano rápida cerrando los ojos del abuelo, que era todo espuma de afeitar y brocha, bicarbonato y westerns tras las comidas. La madre le dijo que tenía que salir, que aquel no era lugar para una niña, como si la muerte habitase solo el dormitorio. Ella dio un paso atrás y otro y otro más, hasta tocar la pared con la espalda y quedarse debajo del perchero, entre un paraguas y un abrigo y dos chubasqueros. Era un camaleón, sabía pasar desapercibida. Cerró los ojos y pidió un deseo adelantado de cumpleaños. Quiso volver a subirse sobre esos hombros firmes, que fuesen a buscar cangrejos a la orilla de la playa, rogarle que le comprase un algodón de azúcar y que él se resistiese un poco antes de ceder con una sonrisa disimulada. Y volver a hablar con el abuelo, que era todo tirarse en la alfombra para jugar a los botones y animar a Induráin delante del televisor, porque él siempre tenía en cuenta sus preguntas.
—Abuelo, ¿por qué Dios es una persona y no un gato o una
pulga o un colibrí?
—Ni idea. Pero podría ser un gato, sí. ¿Prefieres naranja o
negro?
—Gris oscuro, con las uñas afiladas. Y, abuelo, otra
cosa.
—Dime, nena. —Las gafas resbalaban nariz abajo.
La llamaba así. «Nena» esto y «nena» lo otro.
—¿Dios tendrá aire acondicionado?
—Supongo. Si él lo inventó todo…
—¿Y estará escuchándonos ahora?
Cuando la conversación se alargaba, él doblaba el
Marca y lo dejaba a un lado con un suspiro. Después, con
las manos cruzadas sobre la tripa, se centraba en la nieta.
—Nena, ¿qué es lo que te preocupa?
Ella miraba arriba antes de susurrar:
—No quiero que oiga lo que pienso.
—Si Dios es un gato, ¡no te entiende!
—Ahhh. Genial. —Sonreía aliviada.
Y luego jugaban al dominó. O a las cartas. O seguían
hablando de lo primero que se le ocurriese: «¿Cómo será ser un gusano y vivir
en una ciruela dulce y ver el mundo todo amarillo? Creerá que está dentro del sol». El abuelo asentía con seriedad. Más tarde: «Dentro de doscientos años,
¿alguien se acordará de nosotros?». Y él chasqueaba la lengua: «Qué va, si a la
gente se la olvida antes de que muera». «Qué mala memoria tienen algunas
personas, ¿no?» «Ya ves, nena. Hay que vivir para hoy».
La niña alcanzó a ver el cuerpo que yacía sobre la cama
entre las cabezas que se agolpaban alrededor. Hablaban del seguro, de avisar a
los amigos, de pedir las flores (sus preferidas eran los claveles), de elegir
la ropa adecuada del armario. Si el abuelo hubiese aparecido a su lado como uno de esos fantasmas de dibujos animados, le habría
preguntado para qué todo aquello y él le habría respondido: «Hay que ser
educado, nena: se le dice bienvenido al que llega y adiós al que
se va». Y ella hubiese asentido, aun sin entenderlo del todo porque los
formalismos se le resistían: no le gustaba que las tías le diesen besos en las
mejillas ni sonreír a desconocidos de forma mecánica. Después, tras unos
instantes de silencio, le hubiese recordado aquella vez que vio a un ratón muerto entre los matorrales y el tiempo se detuvo mientras las cornejas desnudaban
al animalillo picotazo a picotazo hasta los huesos.
¿Qué diría el abuelo, que ya era todo pasado?
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