Se hizo lo que se pudo

Estoy en un taxi de camino al aeropuerto. Empezamos a hablar. El hombre me dice que se está preparando para una carrera de ciclismo, me enseña el resumen de la última en el móvil, me cuenta que de joven se dedicó a este deporte de forma profesional, pero que al final… (Se abre el silencio, me puede la impaciencia). «¿Qué?». Sin dejar de conducir, se señala la cabeza con el dedo: «El problema siempre es la hormigonera». Asiento y anoto la frase. Me gusta imaginar la mente como una hormigonera deslucida pero eficiente: hay que mantenerla en constante movimiento a un ritmo concreto para que todo se mezcle bien y, si se para, el cemento se seca, todo acaba. Seguimos charlando sobre el éxito, la presión, la fragilidad y el esfuerzo. Él añade: «A la gente lo único que le importa es el resultado final. Nadie piensa en el recorrido hasta allí ni recuerda a los segundos o a los terceros, ni qué decir del decimoséptimo. Pero llegar a ese lugar es la hostia». Le contesto: «Pasa con todo. Solo se ve la punta del iceberg».

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De camino a casa, en el coche. El pequeño grita: «Mira, mamá, esas nubes están muy sucias y el sol se ha roto». Lo pensé durante horas y no se me ocurrió una forma más maravillosa de describir un día nublado justo antes de la tormenta.

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En León, México, vemos en la calle un cartel genial donde pone: «Se hizo lo que se pudo». Es, claramente, el tipo de lema que nos va. Repetiremos la frase hasta el hartazgo durante el resto del viaje, las circunstancias son lo de menos. Nos acercamos para hacer una fotografía y aparece el dueño del lugar. «¿Qué estáis buscando?» Le explicamos que íbamos a un restaurante y nos hemos detenido al ver el cartel. «Venid», dice. Entramos por la parte de atrás, atravesamos un pub, una cocina y llegamos hasta el comedor del local. «¿Queréis saber la historia de esas palabras?» Por supuesto que queremos. ¿Quién puede resistirse a un buen relato que llega de improviso? Juan, así se llama, se sienta a la mesa con nosotros. Nos cuenta que su padre comentaba los partidos de fútbol más aburridos con una emoción desbordante. Que una vez un tipo de otra ciudad lo escuchó y quiso conocerlo, le preguntó cómo conseguía narrar con tanta pasión cuando no estaba ocurriendo nada en el terreno de juego, a lo que él le contestó: «Hay que echarle crema a los tacos». A Juan se le nota el cariño en la voz cuando habla del padre, que le legó esta frase: «Me despido con la conciencia tranquila de haber hecho lo que se pudo. Que hagan más los que más puedan».

Después de un silencio, Juan señala las salsas que nos han servido y nos explica las características de cada una. Los nombres son los siguientes: salsa baba de Dios, salsa los sentimientos, salsa los mocos del ángel. Las tres pican como el infierno. No miramos la carta. Se le dice: «Elige tú la comida, que esta es tu casa». Y van saliendo los platos, probamos la cerveza artesanal del padre con su perro en la etiqueta, hace un día espléndido, todo está delicioso. Se respira mejor al dejarse llevar.

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La risa no tiene edad. Tampoco la mirada.

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¿Por qué se crea una intimidad concreta con algunas personas, casi como si no se pudiese remediar, y no hay atisbo de ella con otras que orbitan alrededor durante años y permanecen siempre en la superficie? ¿Se puede forzar o buscar? Y al revés: ¿Arrancar o evitar? ¿La complicidad surge de forma natural o se trabaja para que exista? Hay algo deslumbrante en el hecho de hablar un mismo idioma, no en palabras, sino en vida. Es la única forma de ver, pero, sobre todo, de dejarse ver. La desnudez emocional carece de sentido si no se entiende, es como lanzar al mar una botella con un papel en blanco. Saber leer los silencios es intimidad. Bajar a las profundidades en apnea es intimidad. Intuir los vacíos ajenos es intimidad. Que te cueste sostener una mirada es intimidad. No ser capaz de mantener los hilos desenredados es intimidad. O dicho de forma ordinaria: compartir un postre, beber de la cerveza del otro, no despedirse nunca del todo. 

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Este párrafo que marqué de Legado, una novela de Agustín Márquez Díaz: «Cómo decir que muchos de nosotros vivimos en un mundo dado, regalado, sin caer en el cinismo. «Lo regalado ni agradecido ni pagado», dice mi madre. ¿Cómo saber a qué mundo se pertenece? «Es fácil saberlo», dice un amigo, presidente de una ONG, «en los países necesitados no existen ni el estreñimiento ni el estrés. Se come lo que se puede hoy, sin importar las condiciones del alimento, porque mañana no saben si tendrán algo que llevarse a la boca». Se tiene estreñimiento si hay alimento. Se tiene estrés si existe un mañana. ¿Qué hacemos los de este mundo envuelto en papel de regalo? Lo mismo que un niño el día de su cumpleaños: rompemos el papel, nos entretenemos con el regalo un rato, nos aburrimos pronto y dejamos el regalo olvidado. Si todo está hecho, ¿qué se hace? Buscar problemas». 

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Me cuentan que en Perú existe una expresión concreta para definir a esas personas lánguidas, sufridoras, que van como a rastras de un lado a otro con una mochila a la espalda. Dice así: «Ahí, dándole pena a la tristeza». Qué brillante. 

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Recuerdo un artículo que escribió Juan Tallón hace años que hablaba de los objetos perfectos e inmejorables, como una cuchara, un bolígrafo o un libro. Días atrás, me preguntó el mayor: «¿Por qué te gusta tanto leer?» Como estaba tumbada en el jardín con una novela entre las manos que quería seguir devorando, me limité a decir: «Porque no tengo varias vidas ni una máquina del tiempo». Asintió: «Ah, claro». 

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Los ojos son libros abiertos a la espera de que alguien se atreva a leerlos. En los ojos de la gente puedes encontrar al niño que fue e intuir al viejo que será. Hay ojos que son abismos insondables, ojos en los que el dolor está dibujado de una forma tan clara que asusta, ojos de niebla y ojos con fuegos artificiales, llenos de brillo y curiosidad. Van vestidos siempre de gala por una forma concreta de mirar. En ellos, es posible vislumbrar la risa sin oírla, jugar al arte de la seducción o averiguar lo que perturba. Todo está ahí contenido. Todo. Solo hace falta fijarse con atención.

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Son las cinco y media de la mañana y vamos de camino al aeropuerto. Apenas hemos dormido, pero el paisaje que se abre paso tras la ventanilla del taxi nos mantiene insomnes. Es un amanecer oscuro, tan enigmático como precioso. En el mediterráneo todo es más suave, tipo acuarelado, pero allí el cielo es un degradado naranja, amarillo, morado y azul profundo. Es hipnótico. Lo contemplamos en silencio. Saco el móvil para fotografiarlo. Me dice: «No saldrá. Porque nunca sale ese color. Llevo muchos años intentando pillarlo y no hay manera». Enfoco mejor, pruebo varias veces, miro el resultado y sonrío. Comenta: «Ah, pues ahí está». Sí, sí, sí, atrapamos ese amanecer.

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