Por dentro es de colores

El mundo se ha vuelto plateado.

Llueve intensamente de camino a la gasolinera para comprar pan. Suena una canción animada de The Outfield que contrasta con el lánguido paisaje. Cuando llego a mi destino, sigo girando en la rotonda y vuelvo atrás para empezar de nuevo el recorrido. Las gotas se apiñan sobre el cristal. La música cesa y arranca con Bowie. No puedo dejar de conducir. Pero no me siento triste ni me siento alegre, es como flotar en la nada. Las luces de los coches que vienen de frente reverberan en la carretera encharcada. Regreso otra vez hacia casa y doy la vuelta antes de llegar. Repito el trayecto tres veces. Al final, todo lo llena Queen. El lugar parece otro entre la neblina; y los árboles son grises, el cielo es gris, la luz es gris, la cabeza es gris. Cuando me canso de conducir rotonda tras rotonda y llego a casa, caigo en la cuenta de que no he parado a comprar el pan.

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Terminar una novela es volver a pintar.

Funciona así. Tras escribir «fin», organizo y guardo los papeles sueltos, los cuadernos y los libros que forman rascacielos en el escritorio. Luego, saco las acuarelas, los botes de pintura, las ceras, el tarro de pinceles sustituye al de los bolígrafos. El escenario es el mismo, todo lo demás no. Pongo un vinilo de Dire Straits y cojo un papel en blanco. Decía Max Aub: «Escribir es ir descubriendo lo que se quiere decir». O esta fantasía: «Dormir en un prado de comas, bajo un viento oscuro de acentos». Pintar, en cambio, te vacía. Pintar es respirar tras bucear en una sopa de letras durante meses. Mover despacito el pincel, mezclar los colores y ver que se unen, cambian, adquieren otras tonalidades. Rojos, lilas, amarillos, naranjas, blancos, marrones. Las pinceladas libres, ligeras, como el rastro de una carcajada. Los dedos manchados de verdes y morados y azules imposibles. Las preocupaciones se encogen hasta desaparecer. Todo se vuelve pacífico.

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Volvía a casa en avión. Era temprano, el sol despuntaba con infantil timidez. Llevaba los cascos y escuchaba una canción de Creedence Clearwater Revival. Con la frente pegada al cristal de la ventanilla contemplé el cielo aborregado, las nubes pequeñas, esponjosas, blanquísimas y juntitas como si alguien hubiese desmenuzado un enorme algodón de azúcar. Fue un golpe. Pensé que el mundo era un lugar bellísimo y lloré porque comprendí que nunca podría abarcar toda esa belleza ni hacerla mía. Que lo efímero éramos nosotros y no aquel amanecer. Que la vida continuaría siempre.

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El día caía sobre el lago con las horas emborronadas. Lo busqué después: bajo la quietud de esa lámina de agua danzaban carpas, peces gato, gambusias, barbos y pencas. La temperatura era perfecta. Dijo algo sobre la luz de la ciudad y pensé que tenía un aspecto lechoso, tirando a amarillento, como esas fotografías antiguas que han pasado demasiado tiempo cogiendo polvo en el cajón. Al hablar de Ignacio Aldecoa, me vino el recuerdo de una frase que anidó hace años sin razón: «La ventana se doraba de sol». Seguía unas páginas más adelante: «Se doraba el crepúsculo». O: «Los bajos de la sierra, doradas las cimas de sol». Continuaba hacia el final: «El sol dorando las ruinas del castillo».

Y «la tarde se doraba», justo como aquella.

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Volver a escuchar esa canción de Extremoduro que dice así: Se le nota en la voz, por dentro es de colores / Y le sobra el valor que le falta a mis noches / Y se juega la vida siempre en causas perdidas / Ojalá que me la encuentre ya entre tantas flores…

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La vida es una batalla constante entre lo que se desea y lo que se hace, lo que se piensa y lo que se dice, lo que se imagina y lo que sucede. A ratos se debería dejar de ser y limitarse a estar. Convertirse en un mueble donde otros puedan almacenar cosas. A mí me gustaría ser una alacena antigua de uno de esos azules viejos que se consiguen con pintura a la tiza. El azul es un color fascinante, puede ser tristísimo o vibrante, la paleta es infinita, igual se acerca al verde que al gris, a una noche estrellada que a un brillante mar turquesa. La alacena sería francesa, estilo Luis XV, con puertas acristaladas en la parte superior para que entre la luz y cajones estrechos que estarían llenos de cosas aleatorias, lo mismo un dedal, que una baraja de cartas, una cucharilla de café o un lápiz sin afilar. Cabe la posibilidad de que uno de los cajones no cierre a la perfección y está bien que sea así. Se ruega que nadie intente arreglarlo.

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El pueblo está desierto cuando llegamos, las ruinas de las casas se desparraman colina abajo entre el verde intensísimo de la hierba. La plaza, si se le puede llamar así, es preciosa. Hay varias propiedades en buen estado, una tiene la puerta roja y la otra es azul. Imagino a sus propietarios en el silencio aplastante del lugar, brocha en mano como si quisiesen colorear la soledad. En la fuente de piedra que corona el pueblo hay tres peces: dos naranjas y uno blanco con manchas. ¿Quién los eligió, los llevó hasta allí, los soltó después? Los niños se quedan un rato contemplando cómo se deslizan de un lado a otro. La vida es un metro y medio, agua fría y las algas que bailan en las esquinas.

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Mi hortensia floreció unas semanas más tarde que la de mi abuela. Es una flor caprichosa que reclama tu atención, te pide que la mires, no soporta pasar desapercibida tras su estallido de color rosa o azul. Mientras la mimaba y le quitaba las hojitas ocres que se habían secado, medité sobre todo lo que sucede a un mismo tiempo y nuestra limitada capacidad para percibirlo. Imagina que quedas con alguien, te sientas, estás hablando. Esa sería la escena central. En diez metros a la redonda, ocurren cientos de pequeños acontecimientos: un pájaro sobrevuela tu cabeza directo al nido donde lo esperan las crías hambrientas, una fila de hormigas corretea a tus pies, un avión avanza hacia su destino, haces la digestión, el tipo que está trabajando un poco más allá recibe un mensaje de móvil, las hojas de un árbol caen al suelo una tras otra, hay docenas de conversaciones ajenas, si las palabras flotasen como el humo, apenas podríamos distinguir el azul del cielo. Aunque no sepamos qué está pasando, compartimos el escenario. Siempre que florece alguna planta del jardín me quedo mirando el brochazo de color y me pregunto cuándo ocurrió, cómo es posible que lleve días ahí y no la haya visto. La primavera es eso que sucede mientras caminamos a ciegas.

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¿Por qué es tan difícil domesticar la vida? Resulta salvaje y fascinante, como uno de esos bosques impenetrables donde todo es tan verde que las fotografías no logran captar la verdadera magia del lugar. El musgo alfombra el suelo y las copas de los árboles son tan tupidas que la luz se queda atrapada en ellas. Podría decirse que los hilos del destino están en nuestras manos, pero ¿quién se atreve a cortar, enredar, tirar? El miedo no tiene que ver con el impulso ni el cambio, sino con lo que puede romperse. Todas las decisiones implican dejar algo atrás. No decidir también es decidir. Así que, ¿pasamos nosotros por la vida o la vida nos pasa por encima?

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Estamos tumbados los tres en la cama. El pequeño está a la izquierda. El mayor a la derecha. Nos quedamos callados. La lámpara que hemos comprado esa tarde tiene forma de cohete espacial y la luz cambia de color. Rojo, azul, amarillo, morado. El pequeño sonríe. No le caben los dientes en la boca. Ningún adulto podría encogerte el corazón con una sonrisa. Al mayor le brillan los ojos. Pienso: «¿Cómo pueden brillar tanto unos ojos?» Son como relucientes piedras preciosas. Ningún adulto podría tener esa mirada. Rojo, azul, amarillo, morado. «Despegamos», dice el mayor. Lo miro a uno y lo miro a otro. Me digo: «Memoriza este momento». Odio olvidar instantes importantes. Una risa, un suspiro, un silencio, un abrazo, un titubeo relevante. «¿Adónde vamos?», pregunto. El pequeño: «A un mundo lleno de coches». El mayor: «A un mundo lleno de chocolate». Intervengo: «Existe un mundo lleno de coches de chocolate». El pequeño: «¡Sí!». El mayor: «¡Se derretirán al sol!» Yo: «Puede ser invierno, podemos imaginar lo que queramos, estar en Groenlandia y después ir hasta Japón. Tenemos un cohete espacial, no hay nada imposible». El mayor: «¿Nada?» Yo: «Nada de nada». «Vale, entonces, preparados para despegar en tres, dos, uno…». Rojo, azul, amarillo, morado.

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Me ha costado elegir entre las maravillosas obras de Peder Mørk Mønsted, pero me quedo con este jardín salpicado de color. Una desearía colarse en los paisajes que dibujó con un libro en la mano, un termo de café frío y uno de esos vestidos vaporosos que deberían convertirse en un uniforme cuando se acerca la época estival.

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