Cuando hay tormenta, sacamos las sillas a la terraza, nos ponemos una manta o una toalla por encima y nos quedamos allí viendo llover y oyendo los truenos. En ocasiones, se discute por conseguir el mejor sitio, lo que sea que signifique eso cuando tan solo hay que mantener los ojos abiertos y no taparse los oídos. Mi hijo mayor dice que es mucho mejor que Netflix y estoy de acuerdo. Te sientes inmensa y diminuta a la vez, ballena y hormiga, el frescor de las gotas de lluvia calma las heridas, la melodía silencia el tráfico mental. Huele a tierra mojada. No existe un olor mejor. Se le acerca el del jazmín, que transporta a los veranos de la infancia, o el de la colonia de bebé y la hierba recién cortada, pero la tierra mojada es como oler la vida. Y, en fin, estar juntos en las tormentas (literal y metafóricamente) es la mejor forma de fortalecer los cimientos familiares.
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En enero entré en una librería pequeñita de Lavapiés y el librero me recomendó Salir a robar caballos. Empecé a leerlo allí mismo, justo después de pagar en el mostrador. Lo terminé un par de días más tarde y me acompaña desde entonces. Es una historia sencilla: un padre, un hijo y dos líneas temporales. Pero son justo esas historias las que se quedan conmigo porque una tiende a recrearse en esa sutilidad y rellena los vacíos que deja el autor. Así el libro permanece vivo; algunos días tiene más páginas y otros menos. Un bocado que subrayé: «Hay quien dice que el pasado es una tierra extranjera donde se hacen las cosas de otro modo (…) Si me concentro lo suficiente soy capaz de entrar en el almacén de mi memoria, encontrar el estante correcto con la película correcta, sumergirme en ella y sentir en el cuerpo aquella excursión a caballo con mi padre a través del bosque».
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Nunca olvido aquella vez que alguien me dijo (o se dijo a sí misma): «Así que la vida es esto». Había una tremenda decepción en su voz y tenía una de esas miradas vacías que no se sabe muy bien por dónde empezar a llenar, como si te encontrases de pronto delante de una piscina olímpica y solo tuvieses en la mano una regadera infantil.
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Café en mano, comentó: «Es un delincuente emocional». Me pareció una frase brillante. El mundo está plagado de esta gente que no sigue un código moral. En una realidad diaria donde la culpa es un enemigo constante e invisible, me horroriza y fascina a partes iguales esa existencia ligera, desaprensiva y distendida. Seguro que no les duele la espalda. Y duermen como recién nacidos saciados de leche. Y el vacío del alma no les atormenta porque no tienen la sensibilidad para percibirlo ni se detienen a pensar en ello el tiempo suficiente.
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No recuerdo bien qué estaba haciendo el otro día, instantes antes de que mi hijo de cinco años me dijese: «Mamá, eres peligrosamente absurda». Más allá de la pasión familiar por los adverbios acabados en -mente y el intercambio de insultos, me dio por rememorar aquel plan magnífico que tracé la primavera pasada y que terminó siendo un fracaso. Pongámonos en situación: el huerto se llena de hormigas porque las tomateras están repletas de pulgón. En casa no se usan químicos, así que hemos probado todo tipo de remedios naturales. Di con uno que me pareció fabuloso: mariquitas. Resulta que estos bichitos geniales se venden porque comen pulgón, lo que da como resultado que las hormigas desaparezcan. Lo vi todo claro. En la playa, justo al lado de un restaurante al que vamos a menudo, hay cientos y cientos de mariquitas que viven en unas plantas que crecen entre la arena. Bajo el sol, brillan los élitros de un rojo metalizado bellísimo. Cogimos mariquitas en una botella, volvimos a casa, habíamos preparado un hotel de madera para bichos y flores que les gustaban desperdigadas por el huerto. Las soltamos. Aún recuerdo perfectamente la expresión de mi hijo cuando las dichosas mariquitas se fueron marchando una a una, así como si quisiesen alargar el dramático momento. «Se van, mamá. Se van». Lloró y lloré. Odio que planes tan espléndidos como este no salgan adelante. Total, que desde entonces cada vez que vemos una mariquita en casa la tratamos con delicadeza, la miramos y remiramos, y él me pide que la fotografiemos porque, claro, serán los bisnietos de aquellas mariquitas que cogimos de la playa. Qué ternura.
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«Miradas subterráneas» son dos palabras que llevan anotadas en mi móvil desde el verano pasado, ahí en medio de ninguna parte. No sé de dónde salieron. Le he dado vueltas al concepto y cada vez me ha despertado algo distinto, así que todavía no había decidido en qué situación encajaba. Hasta hace poco. Cuando te encuentras con una mirada así, simplemente lo sabes. Los ojos son normales, el blanco como cualquier otro blanco, iris mundanos de café, pupilas indiferentes, unas pestañas más, pero la mirada se parece a una lombriz escurridiza, tiene ese movimiento ondulante que resulta hipnótico, y es capaz de hundirse más que las demás. Ante ella, dan ganas de sacudirse para volverse borrosa como una de esas fotografías antiguas en las que es imposible distinguir los detalles.
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Todos sabemos qué es lo que se siente al enamorarse, pero no es fácil definirlo. El otro día leí esta frase del libro Una estela salvaje y pensé que era justo eso: «Olvidaos de los candidatos obvios, como la pasión y la admiración y la ansiedad y el arrebato; la esencia del enamoramiento es el asombro». ¿Qué otra cosa tan arrolladora como alguien que te sorprenda, te resulte fascinante y te impulse a querer saber más y más y más? La raíz es el asombro, que pertenece a la infancia, aunque en ocasiones se cuele en la vida adulta como la luz en días nublados. Lo acompaña un burbujeo, un golpe, un silencio concreto. El amor es otra cosa. Asombros sin amor se suceden en destellos pequeños todo el tiempo y ni nos damos cuenta. Otros asombros más grandes se encienden con fuerza pero se apagan antes de poder crecer; son ilusorios, fugaces, imposibles. Y, si el enamoramiento es el asombro, podría decirse que el amor es estar, cuidarse, sostener, una intimidad ordinaria.
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Será que vivo en otra galaxia, pero hasta hace unas semanas la palabra FOMO no formaba parte de mi vocabulario. Por si existe otro topo por estos lares, aclararé que viene a ser una especie de ansiedad social por el temor a encontrarse ausente en una experiencia que otros están disfrutando. Escuché la explicación en la radio, cuando iba en un taxi, a raíz de unas entradas para un concierto que se agotaron con un año y medio de antelación. Me fascinó. No sé si es porque siempre he sido de dejar las cosas para el último momento, porque pienso que los mejores planes son los que se improvisan o porque mi única aspiración para dentro de un año y medio es seguir viva, a ser posible, y gracias. La cuestión es que la histeria colectiva por estar al día en aquello que esté de moda crea un efecto bola de nieve que no se sabe hacia dónde nos conduce, pero queda claro que no hay nadie al volante. Lo más curioso es que el fondo del asunto tenga que ver con «el miedo a perderse algo». Porque sí, lo que nos perdemos es la vida entre tanta locura. Nos perdemos el sol y un café y un libro y un paseo y una conversación, ese tipo de cosas. Pocos placeres tan sencillos como, a finales de julio, mirar el calendario y ver que está en blanco, sin planes ni expectativas. Una ventana de libertad.
Apunté esta frase que dijo Carlos Javier González en La Sexta Columna durante un programa sobre la tecnología digital: «Hemos perdido el control de nuestro tiempo (…) Esto deberíamos cuestionárnoslo todos los días». No sabemos bien cómo cuantificarlo para darle el valor que merece, pero nuestra vida se mide en años, meses, días, horas. ¿Qué puede existir más importante que el tiempo? ¿Por qué cada vez resulta más difícil gestionarlo, hacerlo nuestro, trabajar para poseer más tiempo en lugar de menos?
Tras meses intentando quedar con una amiga, un día me dijo que tenía un hueco para tomar un café rápido. Que solo con la frase ya te visualizas poniéndote de lado para intentar encajar en la posibilidad. «¿Cuánto tiempo?», le pregunté. «Veinte minutos», contestó. Le di vueltas al asunto porque es un dilema que me persigue. Como era alguien de confianza, al final le dije que no, le di la razón y ella lo entendió perfectamente. En este mundo rápido y ruidoso y sin frenos, estoy convencida de que lo mejor que podemos ofrecerle a otra persona es tiempo. Solo eso. No podemos convertir las relaciones en vídeos de TikTok. Hagamos siempre una película. Y mejor si nos acercamos al cine a verla, así añadimos el paseo. Andar sin rumbo o sentarse y hablar y hablar es un regalo. Un momento de pausa. Un mirarse a los ojos. Incluso con espacio para el silencio. Me parecen cosas importantes a las que no quiero renunciar. Así que cada vez digo más: «¿De cuánto tiempo dispones?», como al preguntar en el mercado a cómo va el kilo de gambas. En ocasiones no vale la pena comprar, mejor esperar hasta que baje el precio.
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Nada te une más a otros padres que las épocas encadenadas de vacaciones escolares. Es un pegamento indestructible y fomenta la solidaridad. Lo entiendes todo. También te das de bruces con lo que dijiste antes de ser madre: «Yo nunca…» «No comprendo como…» «Cuando tenga hijos…» Planificas viajes imposibles en los que navegas en el caos. Tachas los días del calendario con una mezcla de alivio y culpa. Repites las expresiones que tu madre te decía a ti y que juraste no pronunciar jamás. Si apareciese un genio de la lámpara y te ofreciese un deseo, tú solo pedirías silencio. Así que lo curioso es que cuando llega, al volver la rutina y quedarse la casa en calma, de pronto los echas tanto de menos que duele, y piensas: «ahí van unas pascuas más, el verano, otra Navidad, un puñado de instantes a los que nunca podré volver». Releyendo Los ingratos, de Pedro Simón, volví a quedarme atrapada en esa frase de la que en su día me costó salir: «Porque luego viene el silencio (…) El silencio de las cosas. Y de los olores. Y de los sabores. Y de los tocares. Y eso sí que es un problema. Porque un hijo es un ruido».
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Shutter
Island, Mystic River
y Adiós, pequeña, adiós son tres de mis películas preferidas de suspense.
Lo que tienen en común es que son adaptaciones de libros de Dennis Lehane. Hace
poco publicó otra novela, Golpe de gracia, que me ha acompañado estos
días y marqué por todas partes. Una frase que se me quedó clavada: «Desde que
nació, no había tenido más remedio que aceptar la violencia, pero nunca aceptó
el odio». Y otra que me emocionó: «Lo impresiona comprobar que en el interior
de aquella mujer hay algo irremediablemente roto que, al mismo tiempo, es del
todo inquebrantable. Esas dos cualidades no pueden coexistir: una persona rota
no puede ser inquebrantable, y viceversa. Y sin embargo, allí está ella, rota
pero inquebrantable».
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En
los trenes se conoce a gente interesantísima. Visualizo esa serpiente acorazada
que avanza por las vías a toda velocidad con cientos de personitas en su
interior, cada una a lo suyo, hacia un mismo destino. Me gusta el silencio con
un libro en la mano, pero a veces me da por mirar alrededor. Uno de esos días,
coincidí en la cafetería con una mujer que era pura ternura; surgió una
intimidad especial, hablamos mucho, ella había vivido una tragedia, acabamos
llorando juntas y abrazándonos. Hace unas semanas, terminé dándole mi
teléfono a un señor de ochenta y cinco años que me ganó en cuanto se sentó,
empezó a bloquear en el móvil los números que no conocía y me dijo «a mi edad ya
no estoy para que me llame nadie» y, dos minutos después, tras ofrecerme un trozo
de su KitKat «a mi edad ya no estoy para no comer», y siguió «a mi edad ya no
estoy para subir las maletas arriba». Fueron varias horas de viaje, así que
digamos que me sé la historia de su árbol genealógico. Lo que ocurre siempre
que he conocido a alguien en el tren, es que el momento de la despedida en el
andén es agridulce. La magia del encuentro es su fugacidad. Sabes que no volverás a ver a esa persona. Deberían sonar mejor los «hasta nunca».
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