Si imaginásemos nuestra vida como un árbol que va creciendo y le hiciésemos una fotografía cada enero, podríamos ver los cambios que se suceden tras gestionar plagas imprevistas, lluvias torrenciales, inviernos gélidos o incendios. Las hojas se caen, las ramas (como el alma) se endurecen, los insectos que viven alrededor son otros. Es cierto que un roble sigue siendo un roble y un manzano sigue siendo un manzano, pero nunca serán los mismos que ayer. La muerte no llega de improviso. Nos desvanecemos poco a poco como un pan que se desmiga. Te levantas al amanecer y vas dejando tras de ti un rastro microscópico cada segundo. Muere la niña que fuiste, los sueños sin cumplir y esas expresiones que usabas al hablar y ya ni siquiera recuerdas. Muere la capacidad para afrontar una resaca con dignidad, el asombro de las primeras veces y la forma de enamorarte. Muere el mundo en el que creciste: los juguetes, las series de televisión, las modas, las tiendas de barrio, el lenguaje, los libros que te acompañaron y los lugares que fueron tuyos. Nunca volváis a un lugar donde hayáis sido muy felices si han pasado muchos años. No será mejor que en el recuerdo y, tanto el sitio como tu mirada, habrá cambiado demasiado. Pensarás: sigue existiendo, tiene nombre y puedo caminar por las calles empedradas, pero no tardarás en darte cuenta de que solo es una ilusión. Lo que viviste allí (una luz concreta, el olor de cada casa, los días durante aquel verano) pertenece al pasado. La imposibilidad de regresar y de encontrarte con la chica que fuiste, esa con la que buscas hablar, deja un amargor en la garganta que no calma ningún omeprazol.
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Cuando tenía unos dieciséis años, iba a menudo al cementerio, siempre por la mañana. No lo visualicéis como algo lóbrego o extraño; al contrario, me gustaba especialmente si el día era soleado, con el cielo azulísimo. Si los parques son pulmones verdes, los cementerios son refugios de calma en medio del ruido de la ciudad, con todo ese tráfico, toda esa gente, todo ese movimiento. Paseaba mucho, leía epitafios, escribía, reflexionaba sobre mis cosas, me sentaba en distintos rincones y observaba a los que acudían con asiduidad a cambiar las flores, limpiar los nichos, estar con los suyos. Después, ocurrió algo y estuve diez años sin cruzar era puerta. Pero sigo defendiendo que en los cementerios se piensa bien; quizá sea por el silencio, porque te sientes muy viva entre tantos otros que ya no lo están, o porque coger el móvil en ese lugar y ponerte a mirar Twitter resulta demasiado violento, así que no se te pasa por la cabeza sacarlo del bolsillo. Mi propuesta: soltemos a los adolescentes en cementerios, fomentemos la introspección. Si queréis subir de nivel, podéis leer Alguien camina sobre tu tumba, un libro de Mariana Enriquez que reúne crónicas de viajes a cementerios de medio mundo.
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Aún no sé por qué terminé comprando dos libros de Jon Fosse, el Nobel de Literatura de 2023, la verdad es que no tenía intención de leerlo. Lo que ocurre cuando entras en una librería es similar a quedar a tomar solo una copa: nunca sabes con cuántas saldrás y es fácil que el camarero te convenza para probar un combinado que jamás pedirías. Los libreros ni siquiera tienen que esforzarse conmigo, digo «sí» antes de que abran la boca. Así que me fui con Blancura y Mañana y tarde. No me preguntéis si los recomiendo porque necesitaría una charla en condiciones delante de un café para dar mi opinión. Lo que sí puedo decir es que son como una cuchilla así desgastada que en algunas partes sigue cortando. Hay una escena en la que Johannes mira los objetos que ha acumulado en el trastero durante toda su vida, el peso que contienen tras el uso que se les ha dado, los barreños en los que su mujer tantas veces lavó la ropa antes de morir, y piensa: «Las personas desaparecen mientras que las cosas permanecen».
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A finales del año pasado, cuando estuve en México, fui una mañana a un mercadillo de segunda mano que había en Guadalajara. En la calle se abrían paso las hileras de puestecitos con todo tipo de cachivaches: fósiles, libros, monedas, antigüedades, juguetes viejos, jarrones y un sinfín de objetos. Es imposible no perder la noción del tiempo cuando entras en un rastro. En una de las paradas había montoncitos de fotografías en blanco y negro. Las miré un rato. Todos esos rostros desconocidos congelados en instantáneas sin dueño. Tomé aire. Quería seguir curioseando, resulta difícil ignorar el anhelo que surge ante vidas que no vas a desentrañar por mucho que lo intentes. Pero también es incómodo. Lo hablamos sin dejar de mirar las fotografías: «De todo el mercadillo, sería lo único que nunca compraría». Me ocurre también con las cartas perdidas. El deseo de leerlas choca con la idea de estar robando la intimidad de otra persona. El dilema coge fuerza. Pesa con independencia de que esa gente muriese hace muchos años. Te dices: «Ellos ya no están y yo tengo aquí en la mano pedacitos de lo que fueron, escenas que vivieron, palabras que trazaron». Tuve un escalofrío mientras sostenía una instantánea en la que aparecía una familia al completo, abuelos, padres, varios hijos, un perro. Miré la fecha, calculé que ya estarían todos muertos. Me alejé de allí, pero no logré dejar de pensar en el rastro que permanece cuando nos vamos, todas esas huellas que se vuelven indescifrables con el tiempo, cuando no queda nadie que conozca en profundidad la verdad de aquel día y aquellas vidas.
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Siendo pequeña, cuando veía Bambi o El rey león, mi madre aparecía instantes antes de cada muerte y rebobinaba la película hacia delante. Y listo. Todos los traumas bajo control. Un día, no hace mucho, le pregunté: «¿Por qué lo hacías?» Me dijo: «Es que si no te ponías a llorar y no había forma de que cenases rápido y te fueses a la cama a la hora que tocaba». No recuerdo haber hablado con mis padres de la muerte. Probablemente ocurriese en algún momento, un poco a cachos, entre ideas sobre «ir al cielo» o terminar en «un lugar mejor», pero nada demasiado específico. Mi primera experiencia con la muerte ocurrió cuando acababa de cumplir ocho años. En septiembre, al dar comienzo el curso, nos reunieron a tres niñas para explicarnos que C no iba a volver, así como si se hubiese mudado de país. La que era una de mis mejores amigas había muerto en un accidente de tráfico ese verano. Entonces no verbalicé nada, aunque me obsesionaba observar a sus padres cuando aparecían por el colegio llevando de la mano a la hermana pequeña, todo ese vacío que ella había dejado. Tengo una malísima memoria, pero nunca he podido olvidar el timbre de la voz de C, que tenía la piel muy pálida, que era mandona cuando jugábamos y que le gustaba tan poco como a mí que nos entrase gravilla en los zapatos cuando salíamos al patio. Lo curioso es que, hasta que no pasaron muchos años, no pregunté cómo había muerto exactamente y empecé a pensar más en ella de lo que lo hice de niña. A veces, imagino la mujer que sería ahora. También recuerdo su risa, que era muy escandalosa, de esas más agudas que graves. Y jamás dejo que mis hijos se duerman en el coche con la cabeza apoyada en la ventanilla. Es un miedo imborrable.
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Así a medio camino entre un bocado de bizcocho y un sorbo de café, si no me diese demasiado apuro, me encantaría preguntar dos cosas a la gente que conozco: «¿Cuál fue tu primer contacto con la muerte?» y, en caso de haber ocurrido, «¿en qué momento tomaste conciencia de tu propia mortalidad?»
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Lo que más me gusta de A dos metros bajo tierra no son los diálogos geniales, los maravillosos personajes o con qué naturalidad aborda temas difíciles, sino el hecho de que todo gire en torno a la vida y la muerte. Literalmente. Cada capítulo empieza con el fallecimiento de una persona que termina en la empresa funeraria que la familia Fisher tiene en su casa. Entre embalsamamientos y reflexiones sobre la soledad o la muerte, vamos siguiendo los pasos de los Fisher. Todo convive en el mismo escenario, los que se van y los que permanecen, se roza la comedia en medio de la tragedia y está bien que sea así, tiene sentido, resulta realista. Hay una mujer llamada Tracy, que aparece aleatoriamente en funerales de gente que no conoce, que en una ocasión pregunta: «¿Por qué tiene que morir la gente?», y Nate contesta: «Para que la vida sea importante».
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Conocí a Caitlin Doughty hace unos meses cuando uno de sus libros cayó en mis manos y, desde entonces, he leído todo lo que se ha traducido de ella. El primero, por lo novedoso del tema, fue el que más me impactó: Hasta las cenizas es el testimonio de la autora, que trabaja en una funeraria. Mientras la acompañamos día a día en el crematorio, nos invita a reflexionar sobre el sector empresarial, la muerte y nuestra relación con respecto a los cuerpos de los seres queridos. Caitlin afeita, asea, remueve las brasas de los cadáveres en el interior de la incineradora, tritura los huesos en el cremulador hasta convertirlos en un polvo fino y siempre se va a casa con restos de ceniza encima. Nunca me había detenido a analizar el rechazo que existe hacia lo que queda tras el paso de la muerte, ese amasijo de carne y huesos. Se siente la necesidad de deshacerse de la persona fallecida lo más rápido posible, enterrarla o quemarla o lo que sea. A diferencia de lo que ocurría tiempo atrás, ahora resulta impensable que el cuerpo permanezca unas horas en casa, poder abrazarlo, besarlo, lavarlo, vestirlo, peinarlo; preferimos que lo hagan unas manos desconocidas. Da la impresión de que cada vez nos cuesta más enfrentarnos a la muerte, no queremos que nada perturbe la rutina y, en un escenario aparte, quedan los hospitales, las residencias de ancianos, los cementerios, todo bien ordenado. El libro, que es sencillo y directo, me hizo replantearme mis propios temores. Lo más fascinante de la lectura es que, a pesar del tema que trata, tiene un tono divertido y gamberro.
Subrayé: «El mayor triunfo (o la peor tragedia, según cómo se mire) de los seres humanos es que somos conscientes de nuestra propia mortalidad. Por más que estemos siempre buscando nuevas formas de olvidarlo, por más especiales, queridos o poderosos que nos sintamos, sabemos que al final nos esperan la muerte y la descomposición. No hay otras especies sobre la Tierra que deban soportar un peso así».
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Hace muchos años, siendo niña, estuve en una casa
rural llena de retratos por todas partes, desde las habitaciones hasta el baño.
Era un lugar espeluznante, no sé muy bien por qué, y yo estaba convencida de
que uno de esos marcos ilustraba un retrato mortuorio. Es una cosa que me
atraía y me horrorizaba a partes iguales, sobre todo cuando se trataba de aquellos
que simulaban vida. Ya sé que los rituales y la cultura moldea nuestra forma de
ser y estar en el mundo, pero el ego me impulsa a traducirlo todo hacia mi
realidad. No imagino ahora que fuésemos capaces de posar toda la familia con el
difunto de pie al lado con los ojos abiertos, fingiendo que es una tarde
como otra cualquiera después de tomar el té. O sentar a la niña muerta en una
silla y rodearla de sus muñecas y juguetes preferidos antes de inmortalizarla.
Si miras uno de estos retratos, es fácil distinguir a la persona fallecida por
la piel tersa, el color de las manos, la nitidez respecto a
los familiares que aparecen más borrosos por el movimiento. En el caso de los
bebés, casi siempre estaban en brazos de los padres, simulando estar
dormidos. Lo que no ha cambiado es la razón por la que se hacían estos retratos: buscaban
tener un último recuerdo con el ser querido, una imagen que mirar, algo que
atesorar.
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Del reportaje que Jordi Évole hizo a tres de los supervivientes de los Andes, hubo un momento que me emocionó especialmente. Los primos Strauch fueron los encargados de cortar los cadáveres y servir la comida a los demás. Uno de ellos, Eduardo, contaba que, tiempo después, volvió muchas veces a la montaña. Según leí en otras entrevistas, más de veinte. Y quiere que su hijo, que lo ha acompañado en alguna ocasión, coja el testigo y lleve allí sus cenizas cuando muera. Resulta sorprendente las diversas formas de reaccionar ante una misma tragedia. Su testimonio me pareció doloroso y bello. También dijo: «Creamos una sociedad de la nada, con nuestros propios medios y mi mente nunca fue tan libre como allí».
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De las cosas que más me impactaron tras su muerte fue el día que entré en el piso y vi los pendientes con forma de botoncitos encima del mueble del lavabo, en la repisa de mármol. Esa imagen me rompió y se me quedó clavada. Una cosa tan pequeñita, aparentemente insignificante, capaz de simbolizar toda la existencia. Que antes de irte a la cama te quitas los pendientes mirándote en el espejo y los dejas en el lugar de siempre, pero al día siguiente no es siempre, ya no es nada, ni mañana ni noche, los pendientes se quedan ahí y nadie vuelve a por ellos. Ese «ahora sí, pero en unas horas quién sabe» que llena nuestra vida de «quizás». La incertidumbre es regalo y desdicha, todo a la vez. No tocamos los pendientes durante meses. Cada vez que entraba en el piso, me asomaba al baño, los miraba un rato. Luego, apagaba la luz.
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En el hospital todo huele diferente, sabe diferente, es diferente. En el siglo XX la muerte se medicalizó. Ya más de la mitad de los fallecimientos ocurren en hospitales. Es curioso que en un mismo lugar lleguemos al mundo y nos marchemos de él, flores para dar la bienvenida y para decir adiós. La vida es el paréntesis que se abre entre los dos extremos del puente. Si me acerco a la ventana y miro la calle, tengo la impresión de que no estoy en ninguna ciudad, todo es un sin nombre, y casi sorprende ver que allá abajo se mueven personas, pedalean en bicicletas, esperan que cambie el color de los semáforos, los pájaros revolotean entre los árboles de enfrente y se escucha el ruido de los coches y la gente y la cafetería más cercana. El suelo del hospital es de terrazo y las manchitas de colores se juntan o se expanden según el tiempo que las mires fijamente. Estoy convencida de que, si muero en este sitio, el menú de la merienda seguirá siendo el mismo que el que servían el día que nací: café con leche descafeinado, galletas o yogurt.
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Se me quedó esta frase de Héctor Abad que aparece en Salvo mi corazón, todo está bien: «Hay que tener en cuenta que cualquier relato, cualquier película o cualquier novela, si se alarga lo suficiente, terminaría siempre de la misma manera, con la muerte de sus protagonistas e incluso de su mismo narrador. En ese sentido, el futuro es más inmutable y se conoce mejor que el pasado. Un final feliz, según el famoso epigrama de Orson Welles, es simplemente un final prematuro».
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Llueve. Primera hora de la mañana. Voy conduciendo de camino al colegio para dejar a los niños. El pequeño, dos años, dice sonriente: «Mamá, acelera hasta que nos estrellemos». El mayor contesta: «Podríamos morirnos. ¿Y sabes lo que pasa cuando mueres?» El pequeño: «No». El otro sigue: «Si te mueres ya no puedes correr, ni jugar, ni ver la televisión». Yo apunto: «Ni lavarte los dientes». El pequeño dice: «¿Qué es morir?» Oigo que el mayor coge aire como si se armase de paciencia: «Morir es salir despedidos por el cristal de delante y me imagino que aterrizaríamos en la carretera muy finitos, así como si fuésemos de papel, con todo lleno de sangre». El pequeño, lloriqueando: «¡No, sangre no!» Una pausa, suena de fondo una canción. Comento: «Quizá tu hermano preguntaba sobre la idea de morir. ¿Recuerdas lo que hemos hablado alguna vez? Que hay gente que cree que vamos a otro sitio, o que nos reencarnamos, o que el alma prevalece. En realidad, nadie lo sabe. ¿Tú qué piensas?». El mayor: «Nada, que después de la muerte no hay nada». Justo al salir de una rotonda, digo: ¿Sabéis que es lo que más echaría de menos si me muriese? Estar con vosotros. Y los helados, claro. Los helados también». Hay consenso. Estamos los tres de acuerdo.
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