El olor de las casas en Navidad es
abrir un álbum de fotografías y dejarse inundar por la nostalgia. Diciembre
siempre se atasca en el embudo del año. No es fácil hacer las paces con estas
fechas, porque la Navidad orbita en torno a la familia y todas las familias
tienen heridas. Junto al aroma de las gambas y el cordero y el turrón, toca
volver a coger un bisturí con el que abrir despacito las cicatrices que hemos
ido cosiendo y, luego, nos vemos obligados a inclinarnos para mirar a ver qué
encontramos dentro, entre el polvo y el olvido, aunque siempre hay lo mismo:
vacíos y silencios y fragilidades y culpas.
***
En ocasiones, llega el invierno al
corazón. De repente, no te entienden y tú tampoco entiendes, todo se
congela, y lo único que deseas es meterte en una madriguera, vivir hacia
dentro, huir del ruido y quedarte en ese rinconcito hasta que pase la ventisca.
Vas desenredando ideas lentamente, tienes un ovillo de lana en la mano y los
dedos tiran de los hilos de colores con suavidad. En mi refugio hay tiempo para
releer aquellos libros que fui, hacer galletas de avena y plátano, coleccionar
sonrisas de niños salvajes, garabatear en libretas y contemplar el fuego de la
chimenea. De vez en cuando me asomo a la ventana, pero ahí fuera todo sigue
igual: no deja de nevar.
***
Me dice una amiga: «Eres madre y de
pronto no piensas en otra cosa que no sea en la muerte». Y es verdad. A todas
horas: noches en vela, en el supermercado, mientras conduces, si hace un día de
viento, al leer el periódico por la mañana. Cuando me pusieron a mi hijo en
brazos, lo primero que me vino a la cabeza fue: «Ya no puedo morirme». Una
responsabilidad más; a medio camino entre reciclar y ser puntual, hay que
continuar respirando. Asimilas de repente que solo eres un amasijo blando de
carne y huesos, y aparecen miedos y estadísticas. Tú, que te tirabas desde
cualquier sitio sin pensar. Tú, que te dejabas llevar en esto de vivir porque
tenías todo el tiempo del mundo por delante. Tú, que eras de no pisar un
hospital ni medio agonizando. Y ahora ahí estás, observando esa peca desde
ángulos imposibles, bajo la luz del baño, intentando recordar si era igual la
semana pasada. Qué cosas, esto del tiempo y las prioridades y la vida.
***
Llevo un año analizando manzanas.
He probado variedades de diversos supermercados y mi conclusión es que las Pink
Lady son perfectas. De verdad, no les sobra ni les falta nada. No son harinosas
ni parecen cemento, no están demasiado dulces ni son ácidas: crujen, te exigen
que las mastiques bien y el sabor está equilibrado. Tienen un tamaño mediano,
tirando a pequeño, ideal para cogerlas con una sola mano y poder seguir
haciendo cosas con la otra mientras comes. Es más difícil encontrarlas en esta
época del año, pero vale la pena el esfuerzo. Eso sí, no las uséis para hacer
pancakes navideños, queda un regusto extraño al mezclarlas con el sirope y no
se llevan bien con la miel. Tampoco sirven para hacer pasteles. Digamos que
estas manzanas solo aspiran a ser manzanas, cosa que me parece admirable,
porque quien mucho abarca…
***
Ese momento tumbada en la cama
junto a un hijo, en silencio, cuando él te mira y tú lo miras, y él sonríe y tú
sonríes, las frentes muy juntas, ninguno dice nada porque basta con habitar el
silencio en el minuto más trascendental de los mil cuatrocientos cuarenta que
tiene el día, y oír la respiración del otro, y tomar conciencia de que estáis
vivos. Piensas: «¿Cómo puede existir alguien tan perfecto, tan bello, tan
impoluto? Todavía no tiene prejuicios, todavía no arrastra mochila, todavía no
alberga maldad. Todavía.
Semanas atrás, en uno de esos
tantos cumpleaños infantiles en los que nunca siento que esté a la altura de
las circunstancias, acabé teniendo una conversación que me gustó con otra madre
sobre lo maravilloso que es pensar que tu hijo te cae bien, desear estar a
solas con él, jugar y cocinar y pasear y reírte a carcajadas. A veces, los
niños me parecen mucho más interesantes que los adultos. Para empezar: son
divertidísimos, no tienen filtro, jamás se aburren de las bromas escatológicas,
tienen una sensibilidad fascinante, su asombro conduce a tu asombro y si hablas
con ellos (prestando atención, tratándoles de tú a tú, dejándote ver) te
sorprende todo lo que saben y lo que son capaces de percibir.
***
La literatura da y a cambio solo
pide tiempo. Hay novelas que son abrigos en invierno, cobijan y calientan; y
hay novelas que son espejos en los que poder mirarse; y hay novelas que son un
picor incómodo que no puedes quitarte de encima; y hay novelas que son una
bomba de relojería porque tiran tus convicciones por los aires y te hacen
replantearte cosas que creías tener claras; y hay novelas que duelen y sanan,
todo a la vez; y hay novelas que te lanzan un puñado de interrogantes. Ningún
libro es imprescindible, pero entre todos forman un tejido de vida a base de
palabras y terminan por convertirse en una red que nos impide caer y nos
mantiene a flote. Los libros salvan, de eso estoy segura.
***
Idealizamos las vidas que no
tenemos, esa fantasía que deslumbra hasta cegar. En el fondo, basta pensar algo
para que empiece a tomar forma, aunque sea abstracto, aún sin nombre. Todo es
una mezcla de lo que sí pasó y lo que no, de los silencios y las palabras
derramadas. Sobre lo que podría capturarse en una fotografía, flotan ideas,
miradas, deseos, dudas infinitas. Aquello convive y se condensa en un mismo
espacio, pende de un hilo. En el diario se escribe sobre lo que ocurre y en la
ficción sobre lo que somos y lo que no ocurre. Lo mejor de lo segundo es
sentarse delante del teclado en uno de esos días grises e ir pulsando las
teclas, formando palabras, frases, párrafos; dejar que entre la luz, diseñar
ventanas y puertas que segundos atrás no existían, colocar detrás de guiones lo
que nunca te atreverás a decir en voz alta, moldear como arcilla con los dedos,
probar y tocar y transformar y volver atrás, más atrás, y luego dar un salto de
gigante hacia delante. En una novela lo que ha pasado puede no pasar, los
diálogos se cambian como cromos, las escenas se eliminan, nada es irreparable,
todo es un juego. Escribir es volver a ser niña, tener un puñado de piezas de lego en las manos y dejar en la caja el tedioso manual de
instrucciones en cuanto tienes claros los pasos a seguir.
***
A día de hoy, en este presente
inabarcable, podría considerarse que releer es un acto de rebeldía. Se acumulan
libros por todas partes, en distintas casas, guardados en cajas y en bolsas
destinadas a terminar en la biblioteca, pero desde hace unos meses solo me
apetece volver atrás, coger aire, repensar. En medio del ruido, la rapidez y la
ansiedad que se cuela bajo la puerta sin previo aviso, he buscado quién fui en
la ternura de La sonrisa etrusca, me he vuelto a encontrar
entre los veranos luminosos de La insolación y en El
camino, que fue la primera lectura escolar que me conquistó. Tengo
tropecientas ediciones de El Principito, pero nada como volver
a ese ejemplar de páginas amarillentas y sueltas que hay que pasar con mucho
cuidado. Y está Salinas, está Biedma, está Dickinson. A medias, Las
uvas de la ira descansa junto al lápiz con el que anoche subrayé sobre
lo ya subrayado: «¿Cómo vamos a vivir sin nuestras vidas? ¿Cómo vamos a saber
quiénes somos sin nuestro pasado?» Me he propuesto empezar el año con más ecos
del ayer, esperan en la mesilla formando una torre irregular Tomates
verdes fritos, Lo que el viento se llevó, Ébano y Detrás del hielo.
***
Otro viaje al pasado es quedar con
tu profesor a tomar café. Cuadramos agenda, veo por delante todo
el calendario rojo. Le digo: «Deberías haber explicado más en el instituto que
la vida adulta era una estafa». Él contesta: «Creo recordar que se habló de
ello». Cuando vuelvo a casa, me pregunto qué le diría a la persona que fui con
diecisiete años, la que nunca tenía prisa y, como él me recordó una vez, era
capaz de pasarse horas mirando por la ventana. Se me ocurren
muchas cosas trascendentales y útiles que esa chica, lo sé bien,
ignoraría. Así que creo que cruzaría los dedos y optaría por un
clásico sin pérdida, algo como: «Deja de ser tan idiota».
***
Entre las peores costumbres
conocidas está la de pensar al meterte en la cama. Terrible. No lo hagáis. Una
vez empiezas, es difícil quitar el hábito. El ambiente no ayuda: la penumbra,
el silencio, la pausa, todo ese vacío que te pide que lo llenes. Con mi hijo
mayor, que es de pensar al acostarse, al levantarse y durante el resto del día,
hago un juego que consiste en visualizar una carretera llena de farolas. Las
bombillas encendidas son las ideas. Avanzamos despacio pero de forma constante,
las vamos apagando: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… y así hasta que la
cabeza se queda completamente a oscuras.
***
En México, Guadalajara, rodeamos la
Glorieta de las y los desaparecidos mientras nos explican la historia del
monumento, que actualmente está empapelado con los carteles de miles de
personas que se encuentran en paradero desconocido en el estado de Jalisco. Se
te pone un nudo en la garganta al ver todos esos rostros, muchos aún con rasgos
aniñados, que parecen mirarte directamente a los ojos y arrojar interrogantes
sin cierre. Jesús Medina dijo que la glorieta es «una herida abierta» y no se
me ocurren palabras más acertadas, porque
es difícil que ese dolor no te salpique y que consigas alejarte de allí sin que
los ojos se te llenen de lágrimas.
***
Mi único propósito de cara al
próximo año es decir muchas más veces la frase «no lo sé». Casi siempre tengo
que pararme a respirar hondo antes de ser capaz de formular esas tres palabras
pero, cuando lo consigo, lejos de sentirme tonta, estoy pletórica. Debe de ser
algo instintivo esa necesidad de dar una opinión sobre todo y de coleccionar
certezas a las que aferrarnos, pero qué bien sienta asumir la irrelevancia de
una idea, lo placentero que es no tener nada que comentar, la valentía al
admitir que no sabes, no sabes, no sabes.
***
Se puede empezar una entrada
diciendo que la Navidad es una herida y terminar de escribirla semanas después
junto al radiador, en un rincón de Wroclaw, a dos calles de un mercado navideño
lleno de luces de colores, el olor a comida de otras vidas —salchichas
especiadas, chucrut, zurek, vino caliente—, la musiquilla propia de cuentos
antiguos, suelos adoquinados y gnomos que buscar en cada esquina. Los niños,
sin saberlo, siempre llevan hilos en las manos y sus risas son puntos de
sutura. Por la mañana la nieve impoluta cruje tras cada pisada, les digo «es un
sonido precioso, es un sonido que no me recuerda a ningún otro sonido, lo más
parecido sería morder una zanahoria con fuerza», por la noche contemplo a través de la
ventana esa misma nieve que brilla bajo el fulgor de las farolas y pende de los
tejados. Jugamos a imaginar: es azúcar, es algodón, es una nube y el mundo está
todo del revés. El frío revela las respiraciones ajenas, las manos sostienen
tazas de chocolate caliente, las acogedoras cafeterías y librerías de la zona
son buenos lugares donde refugiarse, aparecen hombres de barba blanca vestidos
de rojo que, en teoría, deberían resultar ridículos y, en la práctica, son graciosos. La Navidad se contagia como una gripe y te entra hambre de
amor. Pienso en aquella frase de Clarice Lispector: «La vida es igual en todas
partes, lo que se necesita es gente que sea gente».
0 comments