Mi abuela siempre se despide desde la ventana. Cada
semana. Sin excepción. Antes, toca el beso en el rellano y el «Ve con cuidado,
eh», como si te fueses a un combate al día siguiente. Luego, en la calle, te
paras, levantas la cabeza y ahí está ella, en la ventana, lista para el segundo
adiós. Mueves la mano. Ella también. Y entonces sí, te vas tranquila. Los
rituales son un remanso de calma, pero, si se rompen, esa paz se da la vuelta
como un calcetín. Cuando era pequeña, hubo un día en el que no salió a la
ventana. Yo quería esperar y mis padres querían irse, así que se hizo lo
segundo, claro. Lloré todo el camino de vuelta a casa. Estaba convencida de que
en el tiempo transcurrido entre el beso, bajar las escaleras y salir a la calle,
mi abuela había muerto. Media hora más tarde, en cuanto llegamos, la llamé por
teléfono. Lo cogió. Seguía viva. Ese alivio. «No llores, no llores», me dijo,
«es que no me aguantaba y tenía que ir al baño».
En treinta y cuatro años, solo ha fallado esa vez.
Así aprendí de confianza y de compromiso.
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El dicho que más veces me ha repetido mi abuela es el siguiente: «Si tienes tres pesetas, te gastas una y te guardas dos». Yo creo que lo tengo grabado a fuego en la cabeza. Un día se lo solté a mi hijo y me contestó: «¿Qué es una peseta?». Me he propuesto renovarlo: «Si tienes tres euros, te gastas uno y te guardas dos». No suena igual, porque las palabras «duro» o «peseta» tienen ese aire basto y auténtico que otorga el paso del tiempo, pero tendrá que servir. Es un gran consejo. En ocasiones, te vienes arriba y te gastas dos y te guardas uno, pero, si puedes evitarlo, ten cuidado con acercarte al otro lado.
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El verano con mis abuelos era fácil, sencillo y luminoso.
Cada día igual que el anterior, uno tras otro, como las piezas del dominó al
que jugábamos: levantarse temprano, leche con ColaCao, regar las plantas y el
huerto, limpieza, baño, comida, ver la vuelta ciclista, paseo al caer el sol,
polo de menta y «al sobre», que decía él. Había ligeras variaciones: un día me
caía con la bici y el resultado era esa cicatriz que aún tengo en la rodilla
derecha; otro, llovía y salíamos en busca de caracoles; una semana después,
convencía a mi abuelo para que sacase el tocadiscos y aquello era una fiesta.
Cuando vas sumando años, vuelves a apreciar la comodidad de esa rutina que en la adolescencia te parecía un horror, porque entonces solo querías tachar países de la lista de lugares a los que viajar y hacer cosas, muchas cosas, todas trepidantes. Ese «volver» es, primero, tomar conciencia de que el tiempo es limitado y, segundo, decidir lo que no y lo que sí. Y resulta que, como si la vida fuese cíclica, la bolsita llena de lo que sí es lo más cerca que puedo estar de esos veranos de la infancia: mirar las nubes y las estrellas, jugar con los hijos, leer y leer y leer, los paseos, el sol que resbala por el horizonte, la música que ya no suena en la radio, el placer de no hacer nada, la delicia del helado, tomates que maduran, hormigas y mosquitos y dragones, cerrar los ojos muy fuerte bajo el agua, el ruido de las cigarras, las bicis y las heridas de guerra, meterme en la cama y pensar: «Ojalá todo sea igual mañana y mañana y mañana».
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Mi abuela apenas sabía leer ni escribir, pero se
inventó cientos de cuentos para mí. Cada día tocaba uno a la hora de la siesta.
Cuando se quedaba sin ideas, empezaba a relatarme episodios de su infancia: la
protagonista era una niña que mataba gallinas, caminaba en la nieve, cosía,
cocinaba y apenas fue al colegio porque «no podía ser».
Me caía bien esa niña.
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«La disciplina es amor». Esta frase me la repito cada vez que estoy a punto de ceder cuando se trata de mis hijos. Es decir, todos y cada uno de los trescientos sesenta y cinco días que tiene el año. Mi abuela era dulce, cariñosa y paciente, pero cuando decía «no» era «no». No había escapatoria. Inmune a los pucheros, a los ojos de cordero, a las rabietas. Es un don eso. «Es que la abuela es dura», decimos a veces en la familia. Pero una se da cuenta de que ese papel duele y que se hace por el bien ajeno. Marcar límites, establecer normas, priorizar el esfuerzo frente al resultado, los valores antes que los logros. Conseguir ser flexible sin llegar a soltar las riendas requiere fortaleza de espíritu.
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Cuando encuentras a alguien que domina el arte del consuelo, te aferras como un pájaro desplumado al nido. Los lugares seguros son junto a esas personas donde todo pesa menos y puedes estar y ya, sin justificar, sin demostrar, sin ser de hierro.
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El puchero que hace mi abuela es de otro planeta. Tres horas a fuego lento; carne de ternera, pollo, verduras y garbanzos. Tiene ochenta y cuatro años y morirá sin haber usado una olla a presión, porque no le da la gana. Ella hace el caldo en el mismo cazo que le he visto emplear desde niña. Y el mismo colador. «¿Cómo es posible que estos utensilios de cocina no se rompan?», le pregunto cada dos por tres, maravillada porque aspiro a que ese colador indestructible termine siendo mío. «Es que ahora ya no fabrican las cosas con calidad. Todo es chuchurrío», responde. Ya ves.
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«Las cosas se hacen en vida».
Se empeñó hace unos años en darme el anillo y, desde
entonces, lo llevo siempre en el anular de la mano izquierda. Jamás me lo he
quitado. Se lo regaló mi abuelo. Es precioso. Un trocito de amor ajeno. Ella lo
mira cada vez que me ve y a mí me encanta que lo haga. Que me haya visto usarlo
a diario. Debe de ser un consuelo para alguien que lleva veinte años
planificando su funeral, y qué se quedará cada uno y cuándo y cómo. «Cállate
ya», le pido. Pero ella sigue: «Este juego de sábanas para tu prima, las de
flores para ti, la vajilla de allá te iría bien para las visitas y…».
Un día lo cogeré todo, aunque no sepa qué uso darle. Las toallas y las sábanas, las tazas para el té, los manteles y los tapetes de ganchillo. Y asunto resuelto.
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El amor por las manos me viene de ella, seguro.
Yo, que acostumbro a estar fría, busco el calor de los
demás. De pequeña, metía los pies entre los suyos y le pedía que me cubriese las
mejillas con las manos. En invierno, era como estar al lado de una estufa. Así
que dormía siempre con ella. Y me encantaban sus manos. Las tocaba
durante horas hasta sabérmelas de memoria: cada pliegue, las líneas de la
palma, la forma alargada de las uñas que ahora le corto…
Muchos años después, lo que más me llama la atención en un hombre son la mirada y las manos, en ese orden. Mi lado sensorial agradece haberse saltado la era Tinder, porque imagina proponerte encontrar ahí una forma de mirar y una manera concreta de mover las manos. Todo es cosa del gesto, del tú a tú, de la cercanía, de los detalles casi imperceptibles. «Una aguja en un pajar», que diría mi abuela.
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Su frase estrella (me gusta especialmente por lo grosero y escatológico): «Total, para lo que me queda en el convento, me cago dentro».
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Mi abuela es el tipo de persona que, a mediados de
septiembre, un día cualquiera, te llama para preguntar: «¿Ya sabes dónde
pasaréis este año la Nochebuena? Es que tengo que ir mirando quién viene para
organizar el menú». Y te quedas ahí, en el sitio, probablemente todavía en la
playa, e intentas encajar su realidad y la tuya.
Va bien para los que somos de hacerlo todo en el
último momento.
«No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», eso dice.
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A mí me gustan las amapolas. A ella le gustan las
hortensias.
Es posible que sean dos flores antónimas; la sencillez
de las primeras contrasta con la pomposidad de las segundas. De pequeña odiaba
las hortensias, ese exceso, todo tan grande y llamativo. Pero, con el paso de
los años, me han ido conquistando así, a poquitos. Por ella, claro. Que sea redundante: se ama también lo que aman los seres amados. Ahora tengo
en casa una jardinera solo para las hortensias, en un lugar con luz y sombra,
intento prestarles atención a diario (es una flor caprichosa) y me enorgullece
que sobrevivan (en Valencia no es fácil). Durante ese rato de silencio mientras
quito las hojas secas y riego, siempre me acuerdo de mi abuela.
Creo que ya nunca podré tener una casa sin hortensias.
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Fuimos a comer a un restaurante. Ya en los postres, los niños haciendo el salvaje algo más allá, le pregunté si había sido feliz. Y ella, que se ha matado a trabajar, que apenas ha conocido el significado de la palabra «ocio», que ha cuidado a hijos y a nietos, que ha limpiado más que todas mis amigas y yo juntas, que no tuvo la oportunidad de estudiar, que jamás supo quién era su padre, que ha cosido de noche hasta dejarse la vista, que cocinó para todos, que se ocupó de mi abuelo hasta su último aliento, que aún nos prepara fiambreras cada vez que vamos a verla y nos hace tomate en conserva, me contestó: «Pues, hija, sí, he tenido una buena vida. ¿Qué quieres que te diga?».
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