Una botella en el mar II

Si encontráis un trocito solitario de mar, no lo dejéis escapar. Estos lugares se cotizan al alza. Cuando te sientas en la misma roca un día y otro y otro más, empiezas a descubrir cambios fascinantes a tu alrededor y también en tu interior, detrás del esternón, por el centro del pecho. Debería recetarse tiempo a solas como cualquier otro medicamento: «Ibuprofeno, unos parches de Flogoprofen y un paseo diario de una hora sin móvil ni otras distracciones. No te olvides de la crema solar».

El único efecto negativo de la introspección es que no siempre hallamos lo que deseamos. Se habla mucho de la búsqueda de uno mismo como meta a largo plazo, porque, ya sabéis, vivimos en un cambio constante, somos un libro que se va reescribiendo y blablablá. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando lo que encuentras no es lo que esperabas? Quizá esa dolorosa posibilidad explique que se perfeccione cada vez más el arte de vivir en automático. Abrirse ante el espejo, asumir los defectos, los miedos, las dudas, los deseos y los abismos, es un deporte de alto riesgo. Conviene ir bien equipado para evitar caídas innecesarias porque es una actividad que se practica en solitario.

Para el resto de la gente que forma parte de tu ecosistema, existe una frase que justifica lo que hay y lo que no hay. «Te quiero, pero no me caes bien». Es, quizá, de las cosas más duras que un ser humano puede decirle a otro. Ahí, entre el amor anidado y el rechazo consciente, se esconde una historia imperfecta.

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Nada más sanador que sentarte frente al mar y llorar y llorar hasta vaciarte.

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He incumplido la mitad de las cosas que juré que jamás haría, así que para sumar otra más este año terminé en uno de esos hoteles que tienen piscina para niños y animación nocturna. En cuanto cruzas el umbral de la puerta, es como estar en una película. Todo parece formar parte de una coreografía perfecta: el personal sonriente en exceso, esa lista interminable de actividades, la ingente cantidad de refrescos y los niños extranjeros a los que me encantaría untar con crema solar sin cesar porque temo por ellos. Y todo, absolutamente todo, huele a cloro como si en lugar de echárselo al agua lo espolvoreasen cada noche por el recinto y permaneciese ahí flotando.

Lo mejor de estos lugares es que, cuando te sientas a cenar, tiene un aire de normalidad que tus hijos se coman los espaguetis como cerdos. Y lo peor de estos lugares es precisamente ese caótico y ruidoso comedor donde los niños se ponen perdidos con la salsa de tomate y tú intentas sobrevivir. Hay pocas cosas que me desagraden más que un buffet libre. No soporto tener que elegir. No soporto tener tantas opciones al alcance. No soporto toda esa abundancia. Voy dando tumbos de un lado a otro con el plato en la mano y, cuando finalmente logro llegar a la mesa (cansada y agobiada), siempre pienso «debería haber cogido otra cosa», pero, claro, volver a entrar en zona de guerra no es algo que una se tome a la ligera. Y, además, no puedo recurrir a mi salvavidas, que siempre es pedirle al personal del sitio que me recomiende algo. A menos que intente colarme cosas con vísceras o que tengan ventosas, suelo aceptar sin pensármelo ni mirar la carta.

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Comerse una manzana fresca a bocados debería ser considerado uno de los grandes placeres de la vida, entre tener un orgasmo y encontrar en la sección de saldos algo así frívolo que no necesitas.

Llevo tiempo dándole vueltas a la idea de que los grandes placeres no solo deben ser sencillos, sino también de fácil alcance. Es decir, no me vale tener que hacer cola en un restaurante de Madrid después de reservar con días de antelación. Sí, entiendo que esté de moda y riquísimo, pero cuando llego a la mesa no me siento relajada como en un chiringuito de playa, sino como si hubiese conquistado un espacio muy cotizado y, de forma inconsciente, a cada bocado le exijo de vuelta todo ese esfuerzo previo. Quizá sea fantástico, pero no me produce el mismo placer que comerme un bocadillo sentada en el césped del retiro o encontrar sin esperarlo una de esas tortillas de patatas con las que desearías casarte en régimen de bienes gananciales. Es otra cosa.

Nada tan maravilloso como partir de cero, sin expectativas. Pero este mundo hiperconectado y nuestra mente ambiciosa se empeñan en sabotear cada posibilidad. Imaginad cómo sería leer un libro sin tener en cuenta el nombre del autor o entrar en una sala de cine a ciegas. ¿Sabéis esa ilusión inesperada que sientes cuando te sirven café con una galletita al lado o aparece el arcoíris a media mañana? Pues eso.

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Un minuto de silencio en solidaridad con esos padres frustrados que nos pasamos el verano haciendo castillos de arena y asistiendo, indefensos, al inevitable derrumbe por culpa de las olas. Y entonces el niño te mira con esa cara de «no lo estás haciendo bien», y luego te explica que hay que trazar un canal para que el agua entre y salga, que hay que reforzar las murallas y un largo etcétera. A lo lejos, en la zona de las toallas, descansa la novela que llevas paseando en la bolsa de playa la mitad de las vacaciones. Suelo meter entre sus páginas alguna hoja o florecilla que encuentro para dejar constancia de que el libro no fue leído, pero estuvo en ese lugar.

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Me escapé a bucear. Y ahí, bajo el agua, junto a cuatro alemanes con los que no logré intercambiar ni una palabra, pensé: «¿Y si al ascender a la superficie descubro que unos marcianos han conquistado el planeta y, mientras tanto, estoy intentando tocar inútilmente pececitos con la punta de los dedos?» Lo mejor al subir, más allá de comprobar que todo seguía en orden, fue la bocanada de aire bajo el sol que se despedía del día y el intensísimo brillo del agua, como si el océano fuese una lámina infinita de papel de aluminio y yo una solitaria e insignificante motita de polvo.

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Mis hijos tienen tres frases estrella que usan una media de quince veces al día. «Cógeme», «tengo hambre» y «no es justo». He estado analizándolo y me he dado cuenta de que detrás de una aparente simplicidad se esconde la supervivencia del ser humano. La primera sirve para economizar energía. La segunda es una necesidad. Y la tercera es una forma elegante de negación, con el aliciente de hacerte sentir culpable y abrir la puerta a una negociación, que en términos generales vendría a ser mi segundo empleo. Si tuviera una de esas tarjetas de visita que usa la gente importante, sería de color dorado y con letras cursivas podría leerse: «Escritora a ratos, negociadora a tiempo completo».

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Me reconforta pensar que soy adulta y soy niña, porque el pasado nunca desaparece, permanece en un segundo plano para sostener el presente y asoma como en luces intermitentes. Los años cumplidos son las capas de un pastel de cumpleaños cada vez más alto. Leer a Jesús Montiel es viajar en el tiempo de forma bella y desordenada. Subrayé: «Las primeras ramas que trepé fueron los brazos de mi madre», y también: «Ser padre es contemplar cómo crece otra memoria». O: «Los niños tímidos y los árboles se llevan bien. Forjan grandes amistades. Hablo mucho con ellos y ellos me responden». Si tenéis oportunidad, echadle un vistazo a Notas a pie de instante.

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Acabaron en mis manos dos libros que no cogía desde hacía años de mis autores preferidos. Uno era de Pedro Salinas y el otro de Carlos Ruiz Zafón. Cuando se enredan las emociones, los recuerdos y los comienzos ya da igual que aparezcan cosas mejores, la fidelidad no entiende de eso. Esperando en el coche, reforcé mi postura tras leer la nota de autor que escribió Zafón en El príncipe de la niebla: «Mi idea de una novela para jóvenes era la misma que mi idea de una novela para cualquier lector. Siempre he tenido la impresión de que los lectores jóvenes son, acaso, más espabilados y perspicaces que sus mayores, y que si algo tienen son pocos miramientos y menos prejuicios. Con ellos, el autor gana lectores o los lectores lo despachan sin contemplaciones. Son un público difícil y exigente, pero me gustan sus términos y creo que son de justicia (…) Decidí escribir la novela que a mí me hubiese gustado leer con trece o catorce años, pero también una que me siguiera interesando con veintitrés, cuarenta y tres u ochenta y tres años».

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Me gusta la gente que se ríe como si el niño que llevan dentro intentase salir. El brillo en los ojos entrecerrados. La curva traviesa en los labios como un gajo de fruta ácida. Que surjan las arrugas así de golpe por todas partes. Me rindo por completo si se inclinan hacia delante antes de dejarse ir atrás, como si la risa fuese una anguila que se mueve por todo el cuerpo.

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Estoy convencida de que recibir es más difícil que dar. Soltar es sencillo, incluso liberador: repartir halagos, caricias, regalos. Pero coger requiere un espacio, un compromiso, un enfrentamiento con el ego. Algunas personas son como gatos callejeros cuando les das comida: quieren lo que les ofreces, pero les da tanto miedo acercarse que en ocasiones prefieren pasar hambre.

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A veces, la sensatez se convierte en un don sobrevalorado y luchar contra esa prudencia arraigada te libra de terminar siendo un fósil. Arriesgarse es un incordio, dejar que las emociones tomen las riendas es un incordio y salir de la rutina es un incordio. Pero resulta que todo lo contrario también lo es: no atreverse, contenerse y aferrarse a la monotonía como sinónimo de calma. El problema es que entre moverse y no moverse la balanza tiende a decantarse por lo que requiere menos esfuerzo. No tocar nada, caminar de puntillas. La cabeza permanece alerta y, si al corazón le da por rebelarse, entran ganas de decirle: «Ni se te ocurra ponerte tonto a estas alturas».

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Lo malo de tener un diario es que lo que has escrito perdura y cuando lo lees años más tarde nunca piensas «qué lista era», sino todo lo contrario. No dejar constancia de tu propia estupidez y permitir que las ideas lleguen y se vayan a ráfagas está muy bien, porque los recuerdos siempre brillan más si no se entra en detalles. La memoria lanza a la papelera de reciclaje todo lo que no sirve y se queda con lo esencial. A ti te suena vagamente que un día lejano cortaste con un chico, sí, pero no las veinte páginas previas de morralla analizando el asunto, las veinte posteriores profundizando en el duelo y la lista de canciones que acompañaron el momento. De hecho, me atrevería a decir que no recuerdo haber vivido tres cuartas partes de lo que en su día dejé por escrito. Supongo que debería sentirme afortunada.

Propongo un diario que dure veinticuatro horas, adaptado a la inmediatez social. Lo escribes a mano, porque esa es la gracia, pero al día siguiente cuando lo abres la página vuelve a estar en blanco. Sé que podría hacerlo de forma manual y quemar las hojas en la chimenea estilo protagonista de la regencia, pero no me va bien alimentar aún más mi lado dramático.

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En la peluquería del pueblo tienen lugar las conversaciones más interesantes que escucho cada mes. Es pequeñita, con mujeres de todas las edades riéndose y saltando de un tema a otro sin preámbulos, lo mismo se habla de frivolidades que de conflictos existenciales. No hay filtros, se respira confianza. Siempre me dicen: «De aquí podrías sacar una novela». Les contesto que pensaré en alternativas, aunque no se me ocurre nada. Quedamos para septiembre y prometo llevar una grabadora y una botella de vino blanco. Algo saldrá, empezando por un buen rato.

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