Podría decir que lo más apasionante
de mi verano ha sido escalar el Kilimanjaro o algo así que suene épico y exótico, pero en realidad solo me vienen a la mente
placeres cotidianos como una siesta bajo la sombra de un árbol, una
conversación interesante con una cerveza fresca en la mano, tumbarme a ver las
perseidas, reírme de alguna cosa cínica e incorrecta o leer las últimas páginas de una novela con el corazón
encogido.
***
Todos somos pequeños icebergs. El presente asoma con cautela. La infancia permanece oculta bajo el
agua. Un puñado de recuerdos que se comprimen igual que los copos de nieve
hasta formar capas de hielo. Los peces que se mueven alrededor son incapaces de
ver nada más allá de lo evidente.
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La niña de la fotografía creía que
la gente de treinta y cuatro años era muy mayor y que seguro que a esa edad lo
tendrían todo claro en la vida. Al cumplir treinta y cuatro y mirar a la niña
congelada en el papel, pienso que ella sí tenía entonces las piezas correctas
en las manos. Porque los críos saben ver sin esfuerzo la belleza, lo pequeño,
la gracia de lo efímero, esos destellos de luz que se vuelven difusos conforme
vamos soplando velas. Nada más solitario que el humo que flota al apagar la
llama y que nadie ve mientras se suceden los últimos cánticos y los aplausos. Y
nada tan extraño como ese cajón donde se guardan números maltrechos a la espera
de ser reutilizados pronto.
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Los libros son espejos en
los que encontrarnos y mirar a otros. Siempre que quiero conocer a
alguien le pregunto qué lee, porque preguntarle qué anhela, qué le toca, qué
añora, qué le duele o qué piensa sobre la condición humana resultaría demasiado
raro. Y es emocionante la posibilidad de imaginar e intuir, jugar a descifrar jeroglíficos a través de las letras de otros. No importa tanto
acertar o fallar.
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Al empezar a llover, mi hijo mayor
bromea: «¡Se ha roto la nube! ¡Habrá que pegarla con celo!» Pienso en lo
maravilloso que sería poder escarbar dentro de su cabeza, descubrirlo todo,
revivir dudas y sabores y tener delante ese lienzo en blanco sin saber que lo
tienes, cuando todavía nadie te ha dicho que el marrón y el negro no combinan
bien, vetetúasaberporqué, o ni sospechas lo necesario que es tener una agenda.
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Las últimas escenas de Aftersun me
persiguen durante semanas. Escucho Under Pressure y lloro. Lloro y escucho
Under Pressure. El orden es lo de menos. ¿Cómo es posible que una película
pueda atravesar a algunas personas y dejar indiferentes a otras? «Es por el
cómo», le digo. «El qué nunca es lo importante, no tiene misterio, todas las
emociones las despiertan las mismas cosas. Lo extraordinario es la forma en la
que cada idea viaja, cala y permanece. Imagina cientos de botellitas de cristal
flotando en un mar, mensajes fragmentados que aguardan a la deriva hasta que
alguien que pueda entenderlos los alcance».
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Siempre que voy a una librería pido
que me recomienden un libro. En Wilborada, que se encuentra en el corazón de
Bogotá, el librero fue a buscar una escalera para llegar a una balda alta e
insistió en que tenía que llevarme Esta herida llena de peces. Lo empecé en el
avión de regreso a casa, pero apenas leí unas páginas. Pasaron meses. El otro
día lo cogí de la estantería, lo abrí y ya ahí me quedé. Algunos libros te
mecen entre sus páginas y, cuando menos te lo esperas, te clavan la garra. Pues
eso fue. Vale la pena adentrarse en el viaje a ciegas. Entre otras, marqué esta
frase: «Tener un hijo es buscar, todo el tiempo, formas de explicar el mundo. Poner en palabras cosas terribles, milagros, presentimientos. Hablar de dinosaurios sin tener idea. A mi niño, si la historia no le convence, tranquilamente dice: "Ma, no te creo". A veces la niña soy yo y es él quien me enseña a hablar. Puedo explicarle cómo nace un río, cómo hace el ángel de la guarda para escucharlo cuando reza o por qué los búhos y murciélagos salen a pasear de noche. Incluso sé que puedo presentarle a su madre y sus hermanos. Lo que no encuentro cómo explicar es por qué un hombre carga un arma».
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El calor adormece las ideas.
Si alguien consigue escribir cosas
decentes durante estos meses de verano, por favor que me diga cuándo, por qué
y, sobre todo, cómo narices se hace. Yo solo logro pensar en helados, gotas
condensadas resbalando por un vaso y sandía fresca. Desde la terraza, al mirar
a lo lejos al mediodía, se pueden distinguir las ondas de calor tornando
borroso el paisaje. En términos científicos hablaríamos de refracción de la
luz. En mi idioma es aire caliente sobre un espacio caliente en este universo
caliente e insoportable.
Pero el otro día recordé que de
pequeña pensaba que aquello era cosa de magia. Podía pasar mucho tiempo a solas
contemplando el efecto, imaginando que algo fascinante estaba a punto de
ocurrir. Al final siempre se interrumpía el momento porque había que merendar o
realizar cualquier otra tarea mundana. Y pensaba: «Otro día más sin descubrir…» Insertad ahí cualquier locura que se os ocurra.
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Cuando estuvimos en Portland,
Maine, entré en una tienda preciosa (y carísima) de juguetes. Todo era tan
bonito que podría haberme quedado allí a vivir. Justo al fondo estaba la mejor
parte, que era una casa enorme para ratones y un montón de ratoncitos diversos:
el astronauta, el nadador, el superhéroe, el hada de los dientes o la excursionista.
Algunos se vendían dentro de una cajita de cartón y me dije que tenía que
llevarme un par a casa, claro, era necesario. Y ahí, incapaz de decidirme entre
todos los ratones, me di cuenta de que no estaba comprando aquello para mis
hijos, porque sabía que no les harían ni caso, sino para mí. Quería la casa de
ratones, volver atrás, montarla en mi antigua habitación, cuidarlos, ponerles
nombre, jugar a imaginar historias.
Dejé los ratones en la estantería y
aún pienso en ellos.
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He oído muchas veces aquello de que
después de las vacaciones aumentan los divorcios porque las parejas pasan más
tiempo juntas. Yo creo que quizá no es por uno, por otro, ni tampoco de la
combinación de dos en bañador. Puede que tenga que ver con los vacíos. Pequeñas
burbujas tan diminutas como las que se esconden en un refresco de gaseosa;
durante el año nadie les hace caso, no hay tiempo, no existe la pausa, pero al
echar el freno es fácil pensar que resultan molestas, pican y son un incordio.
Tener un alfiler en la mano a tiempo soluciona cosas. Casi se le pilla el
gusto.
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Cuando estoy en la sección infantil
de una librería sigo preguntando en el mostrador si tienen algún libro de
ratones. «¿De ratones?», suelen repetir. «Sí, es que a mis hijos les encantan»,
contesto. Porque es más fácil que explicarles que si, además, el escenario es
un bosque y me enseñan el interior de su madriguera, entonces ya me han ganado,
la trama me importa poco. En su defecto, acepto cuentos sobre abejas (siempre y
cuando los lectores entremos en la colmena) o sobre hormigas (siempre y cuando
los lectores entremos en el hormiguero). Si de pequeños no soñabais con
traspasar el umbral de esas puertas quizá no hablemos el mismo idioma.
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Por alguna misteriosa razón, al
señor Steinbeck le daba por escribir novelas muy largas o novelas muy cortas.
Las setecientas páginas de Al este del Edén me han acompañado durante todo el mes porque siempre leo varios libros a la vez y porque no quería que la
historia terminase jamás. Es lo que tienen las grandes novelas, que una
desearía quedarse a vivir en ellas un poco más y las expectativas se acomodan,
no esperas grandes acontecimientos ni giros increíbles, te conviertes en una
amable espectadora. Son libros que serenan. «Sólo tenemos una historia.
Todas las novelas, la poesía entera, están edificadas sobre la lucha
interminable entre el bien y el mal que tiene lugar en nuestro interior».
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Los recuerdos de mi infancia
anidaron en el verano. Cierro los ojos y me veo ahí, justo ahí, en julio o en
agosto, una niña bajo la luz pajiza del sol, con un polo de menta en la mano y
siempre cerca de un puñado de hormigas a las que seguirles la pista. La vida
olía a cloro, a tomates recién cogidos del huerto, a jazmín y a los grumos
rebeldes de Cola Cao con los que nunca he logrado hacer las paces.
Entonces el verano era eterno y aún
me permitía usar sin pensar palabras como «nunca» o «siempre».
Ahora los días siguen siendo
largos, aunque los meses se hacen cortos. Las horas tienen una consistencia
diferente; atrás queda esa textura como de chicle o de algo blando, todo se ha
vuelto más sólido, más real (con listas de tareas y propósitos imposibles).
Vendría a ser ese abismo entre tener una casita en el árbol donde tomar té con
tus peluches y firmar una hipoteca a treinta años. Una casa es una casa. Todo
lo demás no.
Al verano hay que idealizarlo para
entenderlo.
No podemos permitir que desaparezca
la fantasía de aterrizar de pronto en un anuncio de Estrella Damm. Una cerveza
por ahí, un atardecer por allá, una partida de cartas, el ambiente de las
verbenas, las barbacoas con amigos y los viajes por carretera con la ventanilla
bajada. Ignoremos que existen los mosquitos, las medusas, el calor sofocante y
todas esas cosas que no vienen a cuento en los veranos imaginados: luminosos y
bellos como una novela francesa, vibrantes e impredecibles como un disco de los
Arctic Monkeys.
Así que quedémonos un poco más en
algún lugar lejano, sin nombre, donde buscar y coleccionar cachitos de quiénes
somos lejos de la rutina.
Ya cae el sol.
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