Siempre me han gustado más los abrazos que los besos. De pequeña no podía evitar limpiarme la mejilla cada vez que recibía un beso, pero recuerdo que cuando me abrazaban algo se me deshacía dentro, como al dejar caer en un vaso una pastilla efervescente, y me sentía más ligera. Un abrazo libera oxitocina, dopamina y endorfinas. O en mi idioma: amor, placer, felicidad. La sensación de bienestar es duradera y nos ayuda a combatir el estrés. Y, desde mi punto de vista, un instante fugaz de conexión puede habitar en una mirada, pero el afecto sincero se consolida con el abrazo.
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Cuando me cruzo con una pareja que se está besando, la intimidad del momento me obliga a apartar la vista. En cambio, con los abrazos me ocurre lo contrario. Hay algo mágico en los cuerpos entrelazados que parecen no querer dejar espacio para nada más. Admito que he llorado viendo a desconocidos abrazándose en una estación de tren: una madre y su hijo, una pareja, dos hermanas, el reencuentro entre amigos. Es natural sentir atracción por el rostro que se ilumina segundos antes del impacto físico.
Los besos guardan un erotismo difícil de igualar y me gusta imaginarlos como ágiles pececillos rojos moviéndose en el agua de forma errática y veloz. Sin embargo, el efecto de los abrazos se alarga en el tiempo y es más honesto, una manta raya que se desliza con serenidad por el lecho marino. He besado a personas por las que no sentía nada, algunas incluso sin nombre, pero nunca hubo espacio para los abrazos. Los besos pueden ser simplemente divertidos, eléctricos, caprichosos. Los abrazos dicen cosas.
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Según la ciencia, el abrazo ideal dura entre cinco y diez segundos. He caído en la cuenta de que suelo hacerlo mucho más rápido por miedo a que el momento se alargue demasiado y resulte incómodo, pero entre mis nuevos propósitos está cambiarlo. No hay nada como uno de esos abrazos que te permiten respirar hondo y soltar el aire después. Notar que te vacías. Que la presión se esfuma de golpe. Que todo se para.
Comunicarse de esta forma no verbal es también un asunto cultural. Pese a que el contacto físico gratuito nunca ha sido lo mío, conforme han pasado los años me ha ido cambiando la percepción. Vivir en un país como este te impulsa a dejarte llevar, porque estamos acostumbrados a tocar y rodear hombros y estrechar y bailar pegados y darnos palmaditas en la espalda y besos y más besos. Y, aunque en ocasiones me cueste soltar, mucho mejor el roce que el frío.
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Hace poco hablaba con una amiga sobre las diferencias generacionales y llegamos a la conclusión de que hay algo en lo que ganamos por goleada: nosotros demostramos más los afectos. Yo no recuerdo ver tantos abrazos y besos y caricias en los cumpleaños infantiles a los que asistía de niña, en todo caso nuestros padres estaban ocupados intentando que te comportases de forma educada y no la liases parda. Entiendo que el entorno es determinante, pero me tranquiliza que se normalice que los críos se cuelen en tu cama, que las espaldas se conviertan en montañas por las que escalar, que haya mimos y besos de esquimal y caricias en el pelo, que decir «te quiero» en un lugar público (la panadería, el bar, de paseo) sea algo corriente en el día a día, que ahora en los cumpleaños estemos más pendientes de si el niño se siente cómodo que de si se ha manchado la camiseta de tarta.
Cuando un recién nacido llega al mundo lo único que necesita es que lo abracen, que lo arrullen, que su piel toque tu piel. Hay algo profundamente instintivo en el abrazo porque también es protección y consuelo y soporte.
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Me vienen a la memoria varios abrazos en el cine que me han marcado. Desde E.T despidiéndose de Elliot hasta el de Interstellar, cuando el padre sostiene a su hija contra su pecho y ese amor a través del espacio y el tiempo traspasa la pantalla. Y los de El Padrino, aunque fuesen una sentencia de muerte. O en Begin Again y El lado bueno de las cosas, dos películas que me hacen estar en paz con el mundo cuando tengo un mal día. Nunca sabremos qué le dijo Bob a Charlotte en Lost in translation, una de mis preferidas, pero es difícil olvidar el abrazo del final en Tokio mientras, alrededor, el resto del mundo sigue su curso. Y también el de Manchester frente al mar, un hermano aferrando al otro en una escena que oscila entre la belleza y el dolor.
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Si la vida pudiese resumirse en un puñado de abrazos, los míos serían los siguientes: uno de madrugada en la terraza del piso donde vivía hace años, un par en distintos funerales, con la cabeza contra el pecho para oír el latir del corazón ajeno, otro que encierra una despedida, los de mis hijos (tan sólidos, libres, espontáneos), unos cuantos que tratan de sostener, el del amanecer entre las sábanas, en el hospital, delante de un álbum de fotografías, con seres queridos tras las campanadas de fin de año, aquel en medio del mar mientras todo brillaba y se mecía alrededor.
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Hace años compré El libro de los abrazos, de Galeano, en una librería de segunda mano porque el título me atrapó sin remedio. Lo amas o lo odias. Yo lo tengo todo marcado. «El sistema, que no da de comer, tampoco da de amar: a muchos los condena al hambre de pan y a muchos más condena al hambre de abrazos». O «Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende».
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Los abrazos por la espalda son mi gran debilidad, quizá porque simboliza la confianza. No pide permiso, no espera la respuesta del otro y se da en aquellos que ya se conocen bien y tienen un vínculo. Envuelve e invita a recostarse en el pecho y a dejarse ir, como durante uno de esos ejercicios que salen a veces en el cine donde el protagonista debe fiarse de que el compañero que está detrás de él será capaz de cogerlo cuando se permita caer. Me gusta el gesto de una barbilla que se apoya en la curva del hombro y también sentir la respiración de otra persona en el cuello sin llegar a ver su rostro, porque nada como imaginar una expresión. Compro el pack completo.
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Si alguna vez te han abrazado o has abrazado a alguien
cuando estaba a punto de derrumbarse, seguro que entiendes lo poderoso que
puede ser el momento. Los abrazos nos acompañan desde que llegamos al mundo y, en
ocasiones, hasta después del último aliento, cuando intentas aferrarte a lo que
queda del ser querido. Son la mejor medicina contra el dolor, la pérdida o la
soledad. Hay personas que los regalan por la calle colgándose carteles encima donde
se ofrecen a dar abrazos y otras los consideramos un gesto íntimo que elegimos
bien con quién compartir. Sea como sea, es un beneficio sin dobleces, así que
aquí os dejo una recopilación de abrazos para acompañar el día.
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