(Nota de la autora: leer con Dance Me to the End of Love)
Acababa de pedir que le limpiasen una lubina cuando se
enteró de la muerte de Leonard Cohen. Lo comentó otra clienta de la pescadería mientras
le echaba un vistazo a las gambas del día: «Hoy solo hablan en la tele del tipo
ese del sombrero. Sería inglés. A los ingleses les encantan los sombreros, vete
tú a saber por qué. ¿A cuánto está el kilo?»
Manuela quiso gritar: «¡Era canadiense!»
Pero en lugar de eso cogió bolsa con la lubina, la metió
en el carro de la compra que su hija le había regalado por su sesenta y ocho
cumpleaños y salió a la calle.
Era noviembre y llovía con suavidad.
Contuvo las lágrimas mientras caminaba sin rumbo por
la ciudad que la había visto crecer. Las calles le parecían todas iguales y, al
mismo tiempo, desconocidas. Estaba un poco mareada, así que decidió sentarse en
una parada de autobús para serenarse.
Se recordó años atrás, mucho más joven y bonita, con toda
una vida por delante y bailando entre los brazos de su marido. A Elías le
brillaban los ojos y ella deseaba hundirse en ellos como quien se lanza al mar sin
dudar. Era la primera vez que no veraneaban en el pueblo y se habían permitido
el lujo de ir a un hotel de la costa alicantina. «Llevamos toda la vida trabajando,
Manuela», le había dicho él, «venga, que solo se vive una vez». Y allí que se
fueron al típico complejo turístico que su hijo solía calificar como «cutre y
vulgar, para gente con pocos intereses culturales». Por la mañana disfrutaban
de la playa y del placer de no hacer nada (sin lavadoras, platos que fregar o
recados que atender) y al final del día acudían a ver el espectáculo que ofrecía
el hotel.
Aquella noche, Elías la convenció para que saliese a
bailar, algo que ella solía evitar porque se consideraba torpe. Él la sujetó
con cariño y se mecieron juntos cuando empezó a sonar Dance Me to the End of
Love. Mientras la voz de Leonard Cohen los envolvía, Manuela tuvo uno de
esos instantes pletóricos que de tanto en tanto se sucedían en medio de la
rutina. Y volvió a enamorarse de su marido. La embargó el deseo de sentir su
cuerpo cálido junto al suyo en cuanto subiesen a la habitación y, como decía la
canción, quiso bailar con él hasta el fin del amor. Manuela pensaba que el
matrimonio era una bombilla vieja que fallaba cada dos por tres y había que
ajustar a menudo. El desencanto de la monotonía provocaba que, en ocasiones,
hasta saltasen los plomos. Pero luego, en el momento más inesperado, volvía la
luz. Una mirada, un paseo juntos de la mano, una época dorada y sin ruido, una
canción bella compartida una noche de verano.
Y años después allí estaba ella, con las rodillas
doloridas por culpa de la artritis propia de la edad, cobijada en la parada del
autobús y llorando la muerte de un hombre al que no conocía y ni hablaba su
propio idioma. Un hombre ajeno a que un día ella y Elías fueron felices gracias
a una canción que se volvió especial en sus vidas. Cada vez que sonaba, se
miraban cómplices. Cada vez que sonaba, él buscaba su mano como por inercia.
Cada vez que sonaba, se recordaban juntos, aún jóvenes y radiantes.
Mientras lloviznaba alrededor, Manuela pensó que no
había tristeza más desconsolada que la que tiene que ver con la nostalgia.
Sentir una profunda pena por lo que ha quedado atrás y afrontar sin
expectativas aquello que está por llegar.
«Todo muere», se dijo, «mueren los ídolos que tuvimos,
las costumbres y hasta las ideas. Mueren los programas de televisión de
nuestras vidas, los hoteles que antes eran lujosos se vuelven decadentes y las
cosas se hacen de forma diferente».
Manuela había tomado conciencia del abismo
generacional años atrás, cuando su primera nieta llegó al mundo. Ella, que
había criado a dos hijos antes de que existiesen aplicaciones para controlar el
sueño del bebé y cientos de artículos sobre las crisis de crecimiento, de
pronto se sintió tonta e inútil. «No la cojas así, mamá», le decía su hijo, «le
estás dando mal el biberón, luego tendrá gases», «solo juguetes de madera, es
malo el exceso de estímulos», «nada de papillas con azúcar ni comida triturada».
No sabe cuánto tiempo estuvo allí sentada hasta que
decidió volver a casa. El corazón le latía rápido mientras el estrecho ascensor
subía hasta el cuarto piso. Tardó casi un minuto en encontrar las llaves en el
bolso y abrir la puerta. La recibió el silencio.
«Elías, Elías, Elías…».
Cogió aire y metió la lubina en la nevera.
Encendió la televisión y dio con una cadena donde comentaban
la noticia: «Ha muerto Leonard Cohen a los 82 años. Lamentablemente decimos
adiós al poeta de la música, autor de Hallelujah o Suzanne. Hace
poco, el cantante sorprendía en una entrevista en The New Yorker al declarar: “estoy
preparado para morir”».
No tardó en apagarla. Y otra vez reinó el silencio.
Manuela se quitó los zapatos y los dejó alineados junto
a la puerta del salón. Buscó entre los viejos discos hasta encontrar el que
quería y se acercó al tocadiscos. Llevaba una eternidad sin darle uso, pero sus
dedos se movieron con soltura al coger la aguja y las primeras notas de aquella
vieja canción flotaron a su alrededor como un abrazo.
Conteniendo el aliento, acarició con suavidad la urna
dorada que reposaba en el último estante. Allí estaba su Elías. La persona más
importante de su vida convertida en un puñado de cenizas. Lo echaba de menos.
Echaba de menos sus ojos cuando la miraban solo a ella, discutir por cualquier
tontería, verlo afeitarse delante del espejo del cuarto de baño, la intimidad única
que crearon con el paso de los años, su voz un poco áfona, como empolvada, y esa
risa suya que le calentaba el pecho. Pero lo que más echaba de menos era poder
compartir con él las nimiedades de la vida. Haber llegado ese día con una
lubina para dos, verlo en el salón y decirle: «¿Te has enterado, Elías? Ha
muerto Cohen».
Pero no estaba. Ya no estaba.
Así que Manuela cerró los ojos y se dejó mecer por la
canción que decía: llévame bailando a través del pánico, hasta que me
encuentre a salvo dentro. Por un instante, mientras lloraba y cantaba y danzaba,
se sintió deslumbrante otra vez. Y estaba tan cerca de aquel recuerdo, tan cerca
de él, que casi pudo notar sus manos rozándole la cintura con suavidad, sus
ojos azules fijos en ella, su presencia serena.
Llévame bailando hasta el fin del amor.
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