Venga, voy a contaros mi historia con los polos de
menta.
O lo que es lo mismo: la razón de mi obsesión. Quiero
pensar que todos tenemos una. Y la mía tiene que ver con los recuerdos y la
nostalgia. Así que nos remontamos a los noventa; en concreto, a cualquier
verano de esa década. Hace el típico calor húmedo que impregna Valencia y voy montada
en un Ford blanco antiguo de camino hacia el chalé. Conduce mi abuelo y yo
observo su cabello entrecano desde el asiento trasero. Mi abuela está sentada a
su lado, con el gato bajo sus piernas, porque en esa época lo de llevar
transportín todavía parece algo lejano. Seguro que suena alguna canción de
Perales o de Julio Iglesias. Cuando dejamos atrás la autovía me gusta bajar la
ventanilla para sentir el aire en la cara, así que giro la manivela y me estiro
todo lo que puedo. Quizá tenga siete u ocho años, pero ya me divierte imaginar
historias durante los trayectos en coche y vivo en las nubes.
Atravesamos el pueblo y seguimos cuesta arriba hasta
llegar a esa casa un tanto destartalada que, años más tarde, reconoceré como el
escenario donde se sucedieron los mejores recuerdos de mi infancia. El gato,
que se llama Rambo, siempre es el primero en bajar y alejarse en busca de
aventuras. Después lo hacemos los demás siguiendo la rutina habitual: guardar
la comida en la nevera, abrir las ventanas, adecentarlo todo.
Los veranos allí son largos, cálidos y los visualizo
siempre con una especie de filtro amarillo. Mañanas en la piscina, cocinando o
regando las plantas y cuidando del huerto; tardes jugando al dominó, recibiendo
visitas y viendo el Tour de Francia con mi abuelo; y noches que huelen a los
jazmines que trepan por el muro y saben a polos de menta.
Él es una persona de costumbres y le gusta hacerse de
rogar, así que lo persigo hasta la terraza mientras suplico: «Venga, venga,
porfi, vamos a por un polo…» Y al final cede. O eso pienso en esos momentos,
cuando mis gafas de niña me impiden comprender la razón por la que siempre
llevaba las llaves del coche en la mano antes de que le dijese nada.
Así que los dos juntos bajamos al pueblo.
Paramos en el bar de la esquina, justo enfrente del
primer semáforo. Un bar que unos años antes se hizo famoso porque fue el último
lugar donde vieron a los asesinos de las niñas de Alcasser. Todo el mundo en la
zona lo recuerda a menudo y me paso la mitad de mi infancia escuchando aquello
de «no confíes en extraños» y «nunca subas a un coche con desconocidos» cuando
de adolescente acudo con mis amigas a las fiestas del pueblo.
Me pido mi polo de menta.
Regresamos a casa. Mi abuela nos espera en la terraza.
Yo le quito el papel, lo rasgo sin miramientos antes de lamerlo. Él se prepara
un ron con cola o un Bitter Kas. Y vemos la vida pasar, sin prisas, sin
relojes, sin televisión, sin distracciones. Las redes sociales no existen y los
móviles tampoco, nadie se preocupa por fotografiar el momento y apenas se oye
nada excepto las palometas que zumban alrededor del tubo fluorescente que a
veces parpadea sobre nosotros y los grillos que cantan (estridulan, como me
dirá alguien años después).
Y es un instante tan sencillo, tan mágico, tan valioso…
Un instante que rememoraré siempre y que
indefectiblemente asociaré a ese sabor fresco y mentolado. Entonces aún no lo
sé, claro, pero me pasaré el resto de mi vida buscando los dichosos polos de
menta. Porque eso es lo que hacemos: seguimos adelante y el pasado queda atrás
(un día se colgará el cartel de «se vende» en la puerta de esa casa, mi abuelo
morirá y todo cambiará), pero para seguir avanzando necesitamos la fortaleza de
los cimientos. No lo hacemos en línea recta, sino tres pasos al frente y uno
atrás para recordar quiénes somos, dos adelante y una mirada por encima del
hombro no vaya a ser que se nos olviden cosas importantes por el camino, de
esas que solo pesan en el corazón.
Así que el escenario desaparecerá, pero entonces
descubriré que un sabor, un olor, una canción o el timbre de una voz en
ocasiones puede ser un eco de felicidad. Es casi como tener una máquina del
tiempo a disposición de cualquiera. Y habría sido fácil usarla cada vez que me
apeteciese si los famosos polos de menta no hubiesen desaparecido de la faz de
la tierra. ¿Nadie más los recuerda? Eran rectangulares, clásicos, de los de
toda la vida. En los antiguos carteles de helados solían estar abajo, al lado del
ColaJet, el Frigo Pie o el Drácula. Y el envoltorio era un estampado de hojitas
diminutas.
La última vez que los probé tenía unos diecisiete
años. Toda mi familia conoce bien mi obsesión (les hace mucha gracia cuando
leen «El chico que dibujaba constelaciones»). Un día, mi hermano me comentó que
volviendo del colegio había entrado en un locutorio y vio que los tenían. Me
compró un par porque no llevaba más dinero encima. Por supuesto, salí de casa,
me dirigí hacia allí y le pedí al hombre que me vendiese todos los polos de
menta que tuviese en el congelador. Recuerdo que me miró con extrañeza al
preguntarle cuándo le traerían más y que no supo darme una respuesta.
Siempre que pasaba por allí, entraba para ver si
tenían.
El lugar no tardó en cerrar y yo no volví a encontrar
los polos de menta en ningún otro sitio, aunque (a riesgo de que parezca que me
falte un tornillo) sigo buscándolos.
Sospecho que durante todos estos años mi mente los ha
idealizado; al fin y al cabo, no eran más que un trozo de hielo con un poco de
colorante (me encantaba su tono verde intenso) y aromatizantes. Pero es que no
se trata de lo que eran, sino de lo que simbolizaban: la luz del verano, el
olor a jazmín, las noches frescas contando estrellas con mi abuela sobre una
manta hecha de retales, caminar descalza a todas horas, las mañanas en la playa
de Cullera, los días haciendo conserva de tomates, las visitas por las tardes y
los paseos por el monte recogiendo caracoles, romero y tomillo. O el columpio
que mi abuelo me hizo colgando de una de las ramas del pino, refrescar el suelo
con la manguera y pensar que las ondas de calor eran mágicas, las tardes
eligiendo un vinilo, durmiendo la siesta entre sábanas blancas y, en esencia,
disfrutando de aquellos años en los que no existían las facturas, los
problemas, las responsabilidades ni las obligaciones…
Así que no pierdo la esperanza de que algún día
vuelvan a hacerlos. O de que aparezca una caja perdida que se ha congelado
intacta en un glacial. Será por fantasear… Y entonces, si ocurre, me imagino quitando lentamente el envoltorio
(nada que ver con la impaciencia del pasado), eligiendo el sitio perfecto (el
jardín o la terraza, de noche, bajo las estrellas), saboreándolo, cerrando los
ojos, volviendo a ese pasado que cada vez queda más lejos. Y escuchando su voz
ronca, el «nena» siempre en los labios. Recordando lo mucho que se esforzaba
por hacerme feliz.
Una felicidad que sabía a polo de menta.
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