La palabra «enero» nunca me ha gustado. A diferencia
de lo melodiosa que suena «diciembre», la sonrisa que se me dibuja con «julio»
o el hecho de que asocie «abril» y «mayo» a las flores, «enero» siempre me ha
sonado soso; un poco gris, un poco tristón, un poco insípido. Como una crema de
puerros sin sal.
Y eso que, otra cosa no, pero este año ha llegado con
fuerza. Tenía la esperanza de que supusiese un cambio, pero me temo que mi
cabeza sigue en «modo 2020» (deberían acuñar este término) y me está costando
arrancar. Esto de no planificar nada dadas las circunstancias tiene una parte
buena y una mala: fuera presiones y cero expectativas, pero
también es fácil que los días terminen entremezclándose en la rutina.
Así que estoy intentando evitarlo. Y si visualizo las
últimas semanas y soy benévola conmigo misma, admito que podría haber sido
peor. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que los primeros días de enero no
cuentan porque es Navidad. ¿Cómo olvidarlo si tienes redes? Estuve
reflexionando tras ver tantos árboles llenos a rebosar de
regalos; en ocasiones, apenas cabían en el salón. Solo podía pensar en dos
cosas: el tiempo invertido en envolverlos y cómo es posible almacenar tantas
cosas en una casa. Me pregunto cómo vamos a valorar lo que
tenemos si no hacemos un ejercicio de conciencia. Es inevitable desear ver la
ilusión de los más pequeños con los regalos, pero también me preocupa cruzar
esa línea que fomenta la insatisfacción y la infelicidad. Sé que no viene mucho
al caso, pero lo cierto es que existen pocas cosas más mágicas que ver a tu
hijo jugando con palos, piedras, echándole imaginación a cualquier cosa o
leyendo cuentos.
Empecé el año con Wallace Stegner porque
durante todo el 2020 cogí En lugar seguro varias veces, me lo llevé al
comedor y hasta me adentré en las primeras dos o tres páginas, pero nunca era
su momento. Y esta vez sí. Esta vez nos encontramos. Esta vez me dejé envolver
por la calma que desprende y la sutilidad de sus palabras. Durante la lectura,
marqué esta frase:
De hecho, si lograses olvidar la mortalidad, y eso
resultaba más fácil aquí que en la mayoría de los sitios, podrías creer que
realmente el tiempo es circular, y no lineal y progresivo como nuestra cultura
se empeña en demostrar. Visto desde una perspectiva geológica, somos fósiles en
formación y quedaremos enterrados y finalmente expuestos de nuevo para
perplejidad de los seres de eras posteriores. Vistos tanto en términos geológicos
como biológicos, como individuos no justificamos la menor atención. Uno de
nosotros no difiere demasiado del otro, cada generación repite a sus padres,
las obras que construimos para que nos sobrevivan no resultan mucho más
duraderas que los termiteros, y todavía menos que los arrecifes de coral. Aquí
todo vuelve sobre sí mismo, se repite y renueva, y es difícil distinguir el
presente del pasado.
He pensado mucho en esto últimamente. De
hecho, en Nochevieja, viendo Cachitos, inauguré el 2021 lanzando reflexiones que probablemente no tuviesen ningún sentido
para nadie excepto para mi pareja, que está obligado a escucharlas. Ver vídeos antiguos en la televisión siempre
me pone nostálgica. Es una nostalgia profunda incluso por cosas que no he vivido
(en mi cabeza tiene sentido). La cuestión es que estoy
convencida de que todos nos creemos únicos de alguna manera, pero, en el
fondo, somos una repetición constante, un eco del pasado; tenemos las mismas
preocupaciones, aspiraciones, sueños, miedos y anhelos. ¿No es mágico pensar que alguna chica hace noventa años reflexionaba sobre esto mismo
y dentro de otros noventa otra siga haciéndolo? Que ocurra a diario, de hecho. Que
esa individualidad que tenemos tan arraigada no deje de ser un espejismo si te
paras a pensarlo durante unos instantes.
Apenas faltan unos días para que llegue a las
librerías «Tú y yo, invencibles» y, al final de la novela, escribí una nota de
autora en la que hablaba de esas similitudes en referencia a los jóvenes de los
ochenta y acababa diciendo que «recordar las fragilidades de ayer fortalecen
nuestro presente». A menudo pienso que, por desgracia, no es así. El ser humano
es más perro que gato. Siempre me ha hecho gracia esta comparación, pero
es cierta: si a un gato le das un golpe, puedes estar seguro de que
no se quedará quieto esperando a que llegue el siguiente. Un gato huele el
peligro y evita tropezar con la misma piedra. El perro, en cambio y a pesar de
ser mucho más inteligente, es fácil que repita un error. Supongo que, más allá
del intelecto, influye la fidelidad, la ingenuidad y, en definitiva, las emociones que nos moldean.
Así que, lo dicho, Lucas y Juliette aterrizan en
librerías el 10 de febrero y admito que, por primera vez en los últimos años,
estoy nerviosa. No es que con las anteriores fuese de piedra, no, una sufre con
todas, pero pasé una etapa que
supuso un cambio. Siempre describo «Las alas de Sophie» como una novela de transición.
Y esa transición simboliza mis ganas de crear historias con personajes que abracen sus luces y sombras. Me ha costado un poco
permitirme el lujo de ser más libre, pero creo que estoy caminando en la
dirección correcta.
***
Mis descubrimientos del mes: no he dejado de escuchar Seafret, aunque
también he encontrado inspiración con Not Today, Another Love y Hero. Y os recomiendo leer la Newsletter
de Carmen Pacheco. O las píldoras reflexivas que Laura Ferrero cuelga en su
Instagram. También me encantan los textos de Emili Albi. O los bordados de
Cristina.
A cuidarse ;)
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