¿Alguien más tenía también la extraña sensación de que
este 2020 no iba a terminar nunca? Ha sido un año muy gris y no me da ninguna
pena decirle adiós con la esperanza de que lo que venga sea mejor. Así que aquí
estamos, a nada de que ocurra; el mes pasado me salté el «cajón desastre» y no
quería volver a hacerlo porque, de alguna forma y aunque no tenga mucho
sentido, creo que necesitaba cerrar el año delante del teclado. Y sí, sé que
nada cambia drásticamente al entrar en el 2021, pero dejadme con mis
supersticiones.
Los problemas diarios, las cosas acumuladas que
arrastramos o esos pensamientos recurrentes de los que no conseguimos
desprendernos. A mí me atacan por las noches, cuando me desvelo un poco. Miro a
mi hijo, dormido a mi lado con esa placidez de la infancia que nunca regresa, y
siento una mezcla de alegría y temor. El otro día le preguntaba a J: «¿Con qué
soñará?». Y la respuesta la averigüé poco después al oírlo susurrar en la
oscuridad: «Mickey Mouse, Mickey Mouse…». Imagina qué maravilla: la cabeza
vacía, liviana, lista para absorber todo lo que llegue al día siguiente y, como
única compañía, un simpático ratón con una voz que soy incapaz de imitar
por mucho que lo intente. Yo, en cambio, tengo sueños raros. O pesadillas. Y lo
peor es que a veces me asaltan cuando estoy despierta: dejo que la negatividad
venza y empiezo a pensar en las noticias que he visto o leído esa mañana, en enfermedades,
en accidentes, en temores que carecen de lógica…
Me freno, aunque no siempre es fácil.
Recuerdo que tengo un hijo maravilloso y otro en
camino, una familia con sus luces y sombras (como todas las familias que
conozco), más amigos de los que jamás imaginé (porque soy consciente de mis
rarezas), y el mejor compañero de vida posible; lo
sé porque es el tipo de hombre que ni siquiera es capaz de matar a un insecto:
cuando en casa entra una araña o una palomita, se toma la molestia de
levantarse, ir a por algo para cogerlo con suavidad y soltarlo por la ventana.
Llevamos más de una década juntos y nunca lo he visto aplastar con el pie a
ningún bicho. Y adoro eso de él.
“Tiene que ser aquí”: Porque, si soy objetiva,
quizá sea mi mejor lectura del año. Maggie O’Farrell no solo escribe de maravilla,
sino que, además, crea estructuras dificilísimas y personajes humanos llenos de
luces y sombras, ¿qué más se puede pedir?
“Por si me oyes”: Porque, aunque trata un tema
muy duro, la autora supo hacerlo con mucha sensibilidad. El estilo es limpio, sencillo
(pero nada simple) y bonito. Me ganó por su sutilidad y esos pequeños detalles
que a veces lo son todo.
“Éramos unos niños”: Porque, pese a que quizá
no fue tan emocional como esperaba, Patti y Robert se quedaron conmigo; han
pasado meses y a veces escucho las canciones de ella o contemplo las
fotografías de él. Y las últimas páginas son, sencillamente, un regalo.
“Tomates verdes fritos”: Porque es una historia
atemporal que no podría estar mejor escrita y, además, tiene uno de los
capítulos más increíbles que he leído este año (trata sobre «los cojones» de
los hombres y algún día, cuando venga al caso, os lo enseñaré por aquí).
“Todos quieren a Daisy Jones”: Porque siempre
confío en esta autora cuando necesito encontrar algo que me saque de un parón
lector y, sobre todo, la novela tiene una estructura diferente, original y
arriesgada; sin duda, es lo que la hace memorable.
“La ridícula idea de no volver a verte”: Porque
conecté de una manera especial con este libro y a menudo me apetece hojearlo de
nuevo. Mientras leía, tenía la sensación de que Rosa Montero se había metido en
mi cabeza y eso ocurre en muy pocas ocasiones.
“Ébano”: Porque todo el mundo debería leerlo
para adentrarse en África de la mano de un hombre que recorrió sus caminos,
vivió entre su gente y quiso plasmarlo para acercarnos a un continente que a
menudo cae en el olvido. Un pequeño viaje para reflexionar.
***
Este año he decidido que nada de cosas grandilocuentes del estilo «hacer un triatlón» o «no volver a comer ni un solo ultra procesado». El otro día estaba delante del escritorio y me dije: «Venga, haz una lista de cosas que puedas cumplir». Así que mis propósitos razonables para este año van desde cuidar y mimar las plantas que tengo en casa, pasando por disfrutar de tiempo de calidad en familia o apuntarme a ese curso de fotografía analógica que llevo meses mirando de reojo.
Y escribir, claro.
Escribir para respirar.
Hace poco me preguntaban en una entrevista qué significaba para mí escribir y no se me ocurrió mejor manera de describirlo que con la palabra «necesidad». Sé que, si mañana dejase de publicar, seguiría escribiendo. De hecho, ya lo hago. Quiero decir: escribo muchas cosas que nunca salen a la luz; pequeños relatos, reflexiones, tonterías mías. No sé vivir sin hacerlo. Creo que empecé a tener un diario en torno a los doce años. Las novelas, en realidad, no son tan diferentes; dentro de ellas una vuelca aquellos temas que le preocupan en un momento determinado, sus ideas, dudas, miedos, deseos y aspiraciones.
Si he de ser sincera, nunca me han gustado estas
fechas. Al menos, hasta que L llegó a mi vida. Entonces adquirieron otro
color, dejé de pensar en los que ya no estaban, en las cosas de las reuniones
familiares que no me gustan o en el estrés de comprar regalos; en cambio, he
vuelto a vivirlas de una manera más sencilla, disfrutando de los pequeños momentos
y de esa ilusión infantil que se termina contagiando sin remedio.
Él suele decirme: «No siempre podemos cambiar una situación, pero sí la manera en la que decidimos afrontarla». Venga, ahí tengo otro propósito para 2021, pero en esta ocasión no he querido esperar hasta entonces antes de ir poniéndolo en práctica. Y así vivimos estos días por aquí: con villancicos de fondo, jugando en la alfombra del salón, inventando historias y deseando que lleguen tiempos mejores. O lo que es lo mismo: con ganas de cerrar ventanas por las que estamos hartos de mirar y de abrir puertas que llevan todo el año atrancadas.
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