Este mes pasado mi madre hizo una reforma en casa y sacó lo que aún tenía en los cajones de mi antiguo dormitorio. No quiero
extenderme en este punto, pero digamos que cuando era adolescente lo guardaba
todo. Todo es todo, cajas llenas de sobres de azúcar con frases, piedras
que encontraba con formas originales, notitas que intercambiaba en clase con
mis amigas, unos mil Post-it y un sinfín de libretas, diarios y escritos sin
mucho sentido.
Me trajo una bolsa porque estaba harta de guardar
tantas idioteces. «Decide tú qué haces con todo esto», me dijo. Y el caso es
que en medio de ese batiburrillo de cosas encontré una lista que hice
cuando iba al instituto y tenía dos columnas, en un lado estaba aquello que
quería hacer, mis planes de futuro, y en el otro lo que había descartado.
En el lado de los deseos escribí cosas como: «viajar
por el mundo con solo una mochila a cuestas» o «pasar una temporada en África».
Casi nada, bendita inocencia. También: «trabajar sin horarios», «restaurar muebles»,
«terminar novela histórica», «ser libre».
La columna de lo que no quería empezaba así: «hijos»,
«un lugar fijo para vivir», «trabajar en una oficina», «quedarme en España»,
«comer carne», «estar atada».
Voy a guardarme algunos puntos, pero, lo que realmente
me impresionó cuando leí esta lista fue que esa chica que la escribió y yo
fuésemos la misma persona. Como no sé qué tengo en la cabeza, a veces me imagino
consiguiendo una máquina del tiempo para viajar al pasado y me pregunto si, en
el caso de presentarme delante de ella le caería bien. Quiero pensar que la
esencia permanece siempre, aunque sus ideas y mis ideas sean casi opuestas.
Pero hay algo fascinante en el hecho de que el ser humano sea como una especie
de tarta altísima con capas y más capas que se van añadiendo hasta que llega un
momento en el que para distinguir la parte de la galleta tienes que esforzarte
en encontrarla. En la novela que terminé hace unas semanas la protagonista dice
esta frase de Baudelaire: «En la declaración de los derechos del hombre se
olvidaron de incluir el derecho a contradecirse».
He reflexionado sobre mi lista de deseos y he llegado
a la conclusión de que cuando era joven pensaba a lo grande y ahora sueño de
una manera más práctica y pequeña. Las dos opciones me parecen igual de
buenas; la primera, porque es lo que toca cuando eres idealista y te sientes en
la cima del mundo; la segunda, porque significa adaptarse cuando, desde esa
cima, visualizas lo que hay abajo y decides cambiar de marcha e ir más
despacio.
He cumplido algunas cosas. Por ejemplo, trabajo
sin horarios; es algo que intento valorar cada día para no olvidar que me
siento privilegiada. Y el año pasado terminé una novela histórica (aunque,
afortunadamente, no la que empecé a los trece; recuerdo que cuando mi madre
leyó las primeras páginas me dijo: «¿tú crees que en esa época la protagonista
iría a comprar con una bolsa de plástico?». Me faltó un Mercadona en 1911).
Sobre las cosas que no quería creo que solo salvo lo
de trabajar en una oficina. Pero es curioso la de vueltas que da la vida. Yo
no quería tener hijos. Nunca quise tenerlos. Era una de esas cosas que tuve
claro durante muchos años. Era la típica persona a la que le incomodaba que sus
amigos insistiesen para que cogiese en brazos a sus bebés (porque no me gustaba
y porque no sabía cómo manejar eso tan pequeño). Hasta que, de pronto, un día
me desperté y deseé ser madre con una intensidad que todavía hoy me sigue
sorprendiendo.
Y los pimientos.
Los pimientos son otra de las cosas en las que pienso
a menudo y a mi chico le hace gracia. Resulta que los odiaba. Sí, sí. Me he
pasado treinta años de mi vida sin comer pimientos. Treinta, que se dice
pronto. Cuando era pequeña y alguien hacía una comida con pimientos, me
dedicaba a apartar cada diminuto trocito con el tenedor. O directamente no
comía y punto. Conforme crecí, descartaba cualquier cosa que los llevase. Y el
año pasado resulta que plantamos en el huerto pimientos. Y crecieron. Y los sofreímos
en la sartén. Y tras mucha insistencia accedí a probar una chispitina de nada. Y…
joder, ¡qué bueno! Así que ahora los fines de semana tengo el capricho de hacerme
un bocata con pimientos.
Sigo pensando que recorrer el mundo con una mochila
tiene que ser maravilloso, pero mis deseos han cambiado mucho, y ahora me
basta con dar un paseo por los alrededores de casa con una mochila llena de
toallitas y agua y una fruta para el enano. En realidad, creo que nunca antes he
apreciado tanto los pequeños detalles, esas cosas que cuando eres más joven
pasas por alto: un helado al atardecer, contemplar a mi hijo durmiendo o
escucharlo reír, ese instante de silencio en el que abro un libro y me invade
la calma, el canto de las cigarras en verano, ver un avión cruzar el cielo y
preguntarme adónde irán sus pasajeros, salir a caminar y oír viejas canciones, el
ronroneo de mis gatos o una buena conversación.
Supongo que por eso me pregunto a menudo:
¿Qué queda de aquello que fuimos?
Como curiosidad, ¿sabéis lo que he hecho esta mañana
mientras desayunaba? He abierto Wallapop, he buscado muebles antiguos
para restaurar y he contactado con una chica que vendía un pequeño joyero de
madera al que creo que puedo darle una segunda vida.
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