Creo que nunca os he contado que
a veces tengo la sensación de pasarme la
vida corriendo detrás de un tren al que todo el mundo ha conseguido subirse
menos yo. Y digo esto porque siempre voy a destiempo. Cada vez que le
comento a J una noticia o curiosidad que he leído, él hace semanas que la ha
visto. Y cuando empecé a utilizar palabras como «juernes» (aunque sé que
debería estar prohibida) hacía tiempo que había pasado de moda. De hecho, una
de las grandes diversiones en casa es descubrir lo desactualizada que estoy (eso
y que me invento palabras, pero dejémoslo para otro día). El caso es que sé que
no debería ser así, pero reconozco que voy un poco perdida y suficiente tengo con llevar al día mis redes. Además, cada vez que me da por echar un
vistazo a Twitter me siento fuera de lugar, como si llevase días encerrada en
una cueva mientras sucedían un montón de cosas interesantes. Por
no hablar de que la televisión la enciendo poco, muy poco. Pero prometo
que la culpa no es mía, sino de esas manecillas del reloj que cada vez parecen
moverse más y más rápido. Lo que os digo, un tren a toda velocidad.
Cuando me siento mal por todo eso
que ocurre a mi alrededor y de lo que no me entero, me consuelo pensando que el
problema es del resto del mundo, que va demasiado rápido. Parece que todo
tenga que ser para ayer. Y de usar y tirar. A mí me estresa vivir con la
sensación de que nunca llego a nada. Y siento que siempre estoy corriendo de
aquí para allá, un poco confundida. Así que desde hace un tiempo me he propuesto
dejar de intentar alcanzar ese tren. He frenado. Lo he visto marchar y
hasta lo he perdido de vista. He decidido que, en lugar de seguir a la carrera,
voy a invertir ese tiempo en dejar de sentirme culpable por no estar dentro del
dichoso tren. ¿Importa tanto ver el último capítulo de Juego de Tronos
el día del estreno en lugar de semanas más tarde, como hicimos en casa? ¿Es
necesario estar al pie del cañón siempre, dar mi opinión en Twitter sobre cada
cosa que ocurra o leer a contrarreloj la última novedad que ha salido esta
semana? Pues, aunque sea tirar piedras sobre mi propio tejado, no, no lo es. Sé
que a mucha gente le funciona y me parece maravilloso, pero a mí solo me
agobia. Y os estaréis preguntando qué tiene que ver todo esto con los libros,
que es lo que interesa aquí. La respuesta es mucho, muchísimo, porque ese tren
de alta velocidad también azota continuamente al universo de las letras.
Y aquí va mi pregunta: ¿no es
una lástima la vida tan corta que tienen los libros? Yo creo que es un
síntoma de cómo vivimos. Las editoriales, libreros y distribuidores quieren
resultados inmediatos y, si no son favorables, esa novela dejará de ocupar un
espacio en mesa y pasará a las estanterías (con suerte). En unos meses, quizá
ya ni siquiera esté en la librería. Y lo entiendo, de verdad que sí. Sé que
muchas personas viven de esto y esa gente tiene que comer y no puede permitirse
tener un montón de libros en el escaparate principal si no se venden, pero no
puedo evitar sentir pena. Sí, pena. Y aquí hablo como lectora. Cuando entro en
una librería con calma y me paso un rato dentro echando un vistazo y leyendo
sinopsis, me gustaría llevarme muchos libros. El problema es que sé que no
leeré ni la mitad de la mitad. Primero, porque económicamente es imposible.
Segundo, temporalmente también. Y tercero, hay muchas novelas que tengo en casa
que quiero leer y, además, el próximo mes llegará otra avalancha de libros y la
rueda girará de nuevo. Siempre me pregunto cuántas buenas historias me
estaré perdiendo a bordo de ese tren que casi nunca para en ninguna estación. Y
es algo que también me preocupa como autora, porque es difícil no acabar metida
en ese círculo imparable, subida a uno de los vagones.
Pero, como voy a destiempo
incluso cuando se trata de mirarme un poco por dentro y escarbar a ver qué
encuentro, no me he dado cuenta hasta no hace mucho de que necesitaba frenar. Este año estuve unos meses sin escribir y fue muy necesario. Necesario para
pensar bien en mis siguientes proyectos. Necesario para volver a conocerme,
porque como decía en esta entrada he ido cambiando. Necesario para aprender a
controlar esa culpabilidad autoimpuesta cada vez que sentía que no estaba
siendo productiva, que tenía mensajes por contestar o cualquier otra cosa. Y, sobre todo, necesario para sumergirme en una historia que ha sido un
reto para mí y que años atrás ni se me hubiese pasado por la cabeza escribir,
porque solo pensaba en subirme al tren.
Quizá es porque esa historia me
ha hecho regresar un poco a los noventa, o porque hoy estoy más nostálgica de lo
habitual, pero a veces echo de menos la vida «lenta» de entonces.
Esperar una carta de esa amiga de un pueblo de Sevilla, reunirnos todos frente
al televisor y que hubiese solo unos cuantos canales para elegir y no una lista
inmensa (juro que a veces paso más tiempo con mi pareja debatiéndome sobre qué
ver que viendo algo como tal), esperar durante meses ese libro que tanto
deseaba y que releía mil veces porque no había tanta oferta, no estar pendiente
del móvil ni de cada cuánto tiempo es correcto actualizar la redes sociales
para no caer en el olvido, y ese tipo de cosas. Supongo que nos pasa a
todos. O quiero creerlo. Y está claro que la época actual tiene muchas
otras ventajas, como más oportunidades a la hora de publicar, más cantidad de
todo o más facilidades para comunicarse, pero me he dado cuenta de que hay
trenes y trenes (me vais a perdonar que sea tan pesada con esto), y algunos van
muy rápido, demasiado. Quizá no pase nada por subirse al siguiente, o al que
llegue dentro de unas horas. O unos días. Creo que, al final, en alguno
encontremos unos asientos que nos resulten cómodos y nos permitan disfrutar del
viaje.
Lo único que sé es que sí me he
propuesto cosas. Una de ellas es leer libros que lleven años esperando su
momento (y también alguna novedad que espero con muchas ganas, por supuesto), otra
es ver las películas y las series a mi ritmo (correré el riesgo de morir
sepultada entre spoilers), también intentar que mis historias (y las de otras
autoras) no caigan en el olvido y seguir recomendándolas a menudo, incluso
aunque muchas estén descatalogadas, disfrutar de esto de escribir y adentrarme
en nuevos caminos, y dejar el móvil lejos cuando esté haciendo otra cosa. E
intentar reírme cuando no me entere de nada, en lugar de sentir que me estoy
perdiendo algo importante (seguro que no lo será tanto).
A veces nuestros enemigos somos
nosotros mismos.
Y ese tren que corre solo está en
nuestra cabeza.
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